jueves, 1 de octubre de 2009

Por qué te amo, María

Cantar, Madre, quisiera: ¡por qué te amo, María!,
por qué tu dulce nombre de alegría estremece
mi corazón, por qué de tu suma grandeza
la idea no le inspira temores a mi mente.
Si yo te contemplase en tu sublime gloria
eclipsando el fulgor de todo el cielo junto,
no podría creer que yo soy hija tuya;
bajaría los ojos sin mirar a los tuyos.

Para que un niño pueda a su madre querer,
debe ella compartir su llanto y sus dolores.
¡Madre mía querida, para atraerme a ti,
pasaste en esta vida amargos sinsabores…!
Contemplando tu vida según los Evangelios,
ya me atrevo a mirarte y hasta a acercarme a ti;
y me resulta fácil creer que soy tu hija,
pues te veo mi igual en sufrir y morir…

Cuando un ángel del cielo te ofrece ser la Madre
del Dios que vive y reina toda la eternidad,
me admira que prefieras, María, ¡qué misterio!,
el tesoro inefable de la virginidad.
Comprendo que tu alma, Virgen Inmaculada,
le sea a Dios más amada que su eterna mansión,
comprendo que tu alma, humilde y dulce Valle,
contenga a mi Jesús, ¡Océano de amor…!

¡Oh, Madre muy amada, pese a mi pequeñez,
como tú yo poseo en mí al Omnipotente!
Mas no tiemblo de espanto al mirar mi flaqueza:
de la Madre el tesoro a la hija pertenece,
y yo soy tu hija, ¡oh mi Madre adorada!
tus virtudes, tu amor, ¿no están entre mis bienes?
Cuando a mi corazón desciende Jesús-Hostia,
¡cree posar en ti tu Cordero inocente…!

Tú me haces comprender que no es cosa imposible
caminar tras tus huellas, oh Reina de los santos;
al practicar tú siempre las virtudes humildes,
el camino del cielo dejaste iluminado.
Quiero ante ti, María, permanecer pequeña,
es pura vanidad lo grande de aquí abajo;
al verte visitar a tu prima Isabel,
aprendo caridad ardiente en sumo grado.

Puesto que el Rey del cielo quiso ver su Madre
sumergida en la noche y en la angustia del alma,
María, ¿es, pues, un bien sufrir en la tierra?
Sí, ¡sufrir aquí amando es la dicha más santa…!
Puede tomar de nuevo Jesús lo que me ha dado,
dile que no se enfade jamás conmigo en nada…
Si se quiere ocultar, me resigno a esperarle
hasta el día sin noche en que la fe se apaga...

A la espera del cielo, ¡oh, mi querida Madre!,
quiero vivir contigo, seguirte cada día,
y, en tanto te contemplo, yo me engolfo extasiada
y en tu corazón hallo de amor inmensas simas.
Tu mirada materna disipa mis temores
y me enseña a llorar y a gozar me adoctrina.
Y en vez de despreciar los goces puros, santos,
los quieres compartir, bendecirlos te dignas.

(...) Tú me apareces, Virgen, en lo alto del Calvario,
de pie junto a la Cruz, cual preste ante el altar,
ofreciendo a Jesús, tu Hijo, el Emmanuel,
a fin de la justicia de su Padre aplacar…
Un profeta dijo, ¡oh, Madre desolada!:
«¡No hay dolor que se pueda al tuyo comparar!»
¡Oh, Reina de los mártires!, ¡desterrada prodigas
por nosotros tu sangre, corazón maternal!

(...) Yo escucharé muy pronto esa dulce armonía,
iré muy pronto a verte en el hermoso cielo.
Pues viniste a sonreírme de mi vida en la aurora,
¡sonríeme en la tarde..., que ya va oscureciendo!
No temo el resplandor de tu gloria suprema,
he sufrido contigo y ahora yo deseo
cantar en tus rodillas, María, porque te amo,
¡y repetir por siempre que soy tu hija, quiero…!

(Santa Teresita de Lisieux)