Con tanta luz de celestial sabiduría, con tan grandes beneficios como venía a hacer a los hombres, no solamente no consigue su amor, sino se atrae el odio, la injusticia y la crueldad humanas, y, derramada toda su Sacratísima Sangre, expira clavado en una cruz, aceptando gustoso la muerte para dar vida a los hombres. Al recordar memorias tan tiernas, no es posible que el cristiano no se sienta hondamente conmovido de gratitud hacia su amantísimo Redentor; y el ardor de la fe, que ilumina el entendimiento del hombre y le toca el corazón, le encenderá a seguir sus huellas hasta prorrumpir en aquélla protesta tan digna de un San Pablo: ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Será la tribulación? ¿o la angustia? ¿o el hambre? ¿o la desnudez? ¿o el riesgo? ¿o la persecución? ¿o la espada? Yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí.
Para que la humana flaqueza no se acobarde con los altísimos ejemplos del Hombre-Dios, se nos ofrece a la vez la contemplación de los de su Santísima Madre, que aunque nacida de la regia estirpe de David, nada le queda del esplendor y riquezas de sus mayores. Vive ignorada en humilde ciudad, y en casa más humilde todavía, contenta con su pobreza y soledad, en que su alma puede más libremente elevarse a Dios, su amor y suma delicia. Pero el Señor es con ella y la llena y hace dichosa con su gracia; y de ella deberá nacer en carne humana por obra del Espíritu Santo, el esperado Redentor de las gentes. A tanta exaltación, cuanto mayor es su asombro y más engrandece al Señor, tanto más profundamente se humilla, recogiéndose dentro de sí misma; y mientras queda hecha Madre de Dios, ante Él se confiesa y ofrece devotísima esclava suya.
Será Reina del cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres, porque será Reina de los mártires. Se sentará en la celestial Jerusalén al lado de su Hijo, ya que constante en toda la vida y singularmente en el Calvario, bebiera con Jesús el amarguísimo cáliz de la Pasión. Ved pues, cómo la Bondad y la Providencia divinas nos muestran en María el modelo de todas las virtudes, formado expresamente para nosotros; y al contemplarla y considerar sus virtudes, ya no nos sentimos cegados por el esplendor de la infinita majestad, sino que, animados por la identidad de naturaleza, nos esforzamos con más confianza en la imitación.
Si implorando su socorro nos entregamos por completo a esta imitación, nos será posible reproducir en nosotros mismos algunos rasgos de tan gran virtud y perfección, y, copiando siquiera su completa y admirable resignación con la voluntad divina, podemos seguirla por el camino del cielo. Al cielo peregrinamos, y por áspero y lleno de tribulaciones que el camino sea, no dejemos, en las molestias y fatigas, de tender suplicantes nuestras manos hacia María y de decirle con palabras de la Iglesia: A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas... Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos... Danos una vida pura; ábrenos seguro camino, para que viendo a Jesús nos alegremos eternamente.
(Carta Encíclica Magnae Dei Matris, León XIII)
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