Todo otro tipo de esperanza que no sea Dios es radicalmente insuficiente. No por razones morales o ética, más simplemente porque el corazón exige más, exige la totalidad. La realidad, de la cual el hombre es parte y de la cual es ‘excelente’, se muestra abierta, incluso necesaria y mendicante de una esperanza infinita.
Esta necesidad, si es escuchada y tematizada adecuadamente, genera una gran y misteriosa solidaridad entre los hombres que, reunidos por la misma exigencia, pueden “mendigar esperanza” juntos.
En este sentido, quien no conoce a Dios no tiene esperanza: sin la gran esperanza que, justamente por ser infinita y paradójicamente manifestada en la historia como amor, es la única ‘adecuada’ al corazón del hombre, incluso excediendo la necesidad y la limitada capacidad de acogida, conocimiento e imitación.
Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto.
Su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es ‘realmente’ vida.
(SS. Benedicto XVI)
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