Este privilegio concedido a María, que la distingue de nuestra condición común, no la aleja, más bien al contrario la acerca a nosotros. Mientras que el pecado divide, nos separa unos de otros, la pureza de María la hace infinitamente cercana a nuestros corazones, atenta a cada uno de nosotros y deseosa de nuestro verdadero bien. Estáis viendo, aquí, en Lourdes, como en todos los santuarios marianos, que multitudes inmensas llegan a los pies de María para confiarle lo que cada uno tiene de más íntimo, lo que lleva especialmente en su corazón. Lo que, por miramiento o por pudor, muchos no se atreven a veces a confiar ni siquiera a los que tienen más cerca, lo confían a Aquella que es toda pura, a su Corazón Inmaculado: con sencillez, sin fingimiento, con verdad. Ante María, precisamente por su pureza, el hombre no vacila a mostrarse en su fragilidad, a plantear sus preguntas y sus dudas, a formular sus esperanzas y sus deseos más secretos. El amor maternal de la Virgen María desarma cualquier orgullo; hace al hombre capaz de verse tal como es y le inspira el deseo de convertirse para dar gloria a Dios.
María nos muestra de este modo la manera adecuada de acercarnos al Señor. Ella nos enseña a acercarnos a Él con sinceridad y sencillez. Gracias a Ella, descubrimos que la fe cristiana no es un fardo, sino que es como una ala que nos permite volar más alto para refugiarnos en los brazos de Dios.
“Santa María, tú que te apareciste aquí, hace ciento cincuenta años, a la joven Bernadette, ‘tú eres la verdadera fuente de esperanza’.
Como peregrinos confiados, llegados de todos los lugares, venimos una vez más a sacar de tu Inmaculado Corazón fe y consuelo, gozo y amor, seguridad y paz. ‘Monstra Te esse Matrem’. Muéstrate como una Madre para todos, oh María. Danos a Cristo, esperanza del mundo. Amén”.
(Benedicto XVI, Angelus 14 de septiembre en Lourdes)
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