Así, pues, cada vez que la saludamos con la salutación angélica, y repitiéndola en el Santísimo Rosario tejemos en honor de la Virgen una devota corona, verdaderamente no se puede decir cuán grato es a sus ojos nuestro obsequio. Con aquel saludo le recordamos su exaltación sublime y el principio de nuestra salud en la encarnación del Verbo, y al mismo tiempo su divina e indisoluble unión con las alegrías y dolores y con las humillaciones y los triunfos de su Hijo Jesús en el gobierno y la santificación de las almas.
Así como somos deudores a Cristo por habernos comunicado en cierto modo su propio derecho para llamar Padre a Dios y tenerle por tal, también le somos deudores de habernos comunicado benignamente el derecho de llamar madre a María Santísima y de tenerla por tal. Aunque la lengua no acierta a expresarlo, las almas piadosas experimentan y saben lo que esa ardiente llama de caridad es en María nuestra Madre, no según la naturaleza, sino por Jesucristo.
María conoce todos nuestros negocios, sabe los auxilios que necesitamos, ve los peligros públicos o particulares que nos amenazan, y los trabajos que nos afligen; pero singularmente descubre los terribles enemigos con quienes tenemos que luchar para la salvación de nuestras almas. Y en todas estas pruebas y peligros, cualesquiera que sean, María puede eficazmente, y desea ardientemente, venir en auxilio de sus amados hijos, por lo cual hemos de acudir a María alegres y confiados, invocando esos lazos maternales que la unen a Jesús y a nosotros.
Invoquemos su socorro humilde y devotamente, valiéndonos de la oración que Ella misma nos ha enseñado, y que tan agradable le es: el Santo Rosario, y abandonémonos con corazón gozoso y confiado en los brazos de nuestra mejor Madre.
No hay exageración en afirmar que no debe temerse que la ignorancia y el error destruyan la fe en las familias y las naciones donde la práctica de rezar el Santo Rosario se mantenga en el primitivo honor.
(Carta Encíclica Magnae Dei Matris, León XIII)
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