Vengo llegando del país más grande del mundo. Allí están los edificios más altos; los ríos se atraviesan por túneles subterráneos; en las ciudades tres, cuatro y más planos de locomoción... Allí está hoy más del 46% del oro del mundo; progresos técnicos fantásticos… Y como decía alguien: ¿y qué?
¿Y qué impresión de conjunto? Que la materia no basta, que la civilización no llena, que el confort está bien, pero que no reside en él la felicidad. ¡Que da demasiado poco y cobra demasiado caro!, ¡que a precio de esos juguetes se le quita al hombre su verdadera grandeza! (…)¿es esto todo el fin de la vida? ¿Setenta años con todas estas comodidades? El hombre es el rey de la creación ¿sólo por esto? El progreso de la humanidad, ¿será sólo llegar a poseer baño, radio, máquina de lavar, un auto? ¿Es ésta toda la grandeza del hombre? ¿No hay más que esto? ¿Es ésta la vida?
«Así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3,16). ¡Me amó a mí, también a mí! ¿Quién? ¡Dios! El Dios eterno, Creador de toda la energía, de los astros, de la tierra, del hombre, de las quizás dos mil generaciones de hombres que han pasado por la tierra, y millones que quizás aún han de venir... Ese Dios inmenso ante quien desaparece el hombrecito minúsculo.
Oye, hijo: «Yo». ¿Quién? Yo, Jesús, Hijo de Dios y Dios verdadero. Yo, el Dios eterno, «he venido»: he hecho un viaje... viaje real, larguísimo. De lo infinito a lo finito, viaje tan largo que escandaliza a los sabios, que desconcierta a los filósofos. ¡Lo infinito a lo finito!, ¡lo eterno a lo temporal! ¿Dios a la criatura? Sí, ¡así es! «¡He venido» por ti!
«Para que tengan vida». ¿Vida? Pero, ¿de qué vida se trata? La vida, la verdadera vida, la única que puede justificar un viaje de Dios es la vida divina: «Para que nos llamemos y seamos hijos de Dios» (1Jn 3,1). ¿Creemos en esa vida? Hay católicos que nunca han pensado en esa vida... ¡Los más no se preocupan de ella! Prescinden. Y ésta es la única verdadera vida: Quien la tiene, vive; y quien no la tiene, aunque esté saludable, rico, sabio, con amigos: está muerto.
«¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si arruina su alma?» (Mt 16,26). «El que quiera salvar su vida la perderá y el que la perdiere por mí la hallará» (Mc 8,35).
«Y que la tengan en abundancia». Hay una vida pobrísima, que apenas es vida; vida pobre, de infidelidades a la gracia, sordera espiritual, falta de generosidad; y una vida rica, plena, fecunda, generosa. A ésta nos llama Cristo. Es la santidad. Y Cristo quiere cristianos plenamente tales, que no cierren su alma a ninguna invitación de la Gracia, que se dejen poseer por ese torrente invasor, que se dejen tomar por Cristo, penetrar de Él. La vida es vida en la medida que se posee a Cristo, en la medida que se es Cristo. Por el conocimiento, por el amor, por el servicio. ¡Dios quiere hacer de mí un santo! Quiere tener santos estilo siglo XX: estilo Chile, estilo liceo, estilo abogado, pero que reflejen plenamente su vida. ¡Esto es lo más grande que hay en el mundo!
Aquí no nos cabe sino decir como la Samaritana: «Dame, Señor, a beber de esa agua para que no tenga más sed» (Jn 4,15). Danos, Señor, vivir: Vivir plenamente. «Y tan alta vida espero, que muero porque no muero».”
(San Alberto Hurtado, meditación de Semana Santa para jóvenes, escrita en 1946)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario