Por inescrutable designio divino, sobre los hombres de la presente generación, tan trabajada y dolorida, angustiada y desilusionada, pero también saludablemente inquieta en la búsqueda de un gran bien perdido, se abre un limbo luminoso de cielo, brillante de candor, de esperanza, de vida feliz, donde se sienta como Reina y Madre, junto al sol de la justicia, María.
(...) Por eso elevamos a tan excelsa criatura nuestros ojos confiadamente desde esta tierra, en este tiempo nuestro, en ésta nuestra generación, y gritamos a todos: ¡Arriba los corazones! A tantas almas inquietas y angustiadas, triste herencia de una época agitada y turbulenta, almas oprimidas, pero no resignadas, que no creen ya en la bondad de la vida y sólo aceptan como forzadas lo que cada día les trae, la humilde e ignorada niña de Nazareth, ahora gloriosa en los cielos, les abrirá visiones más altas y les animará a contemplar a qué destino y a qué obra fue sublimada Aquélla que, elegida por Dios para ser Madre del Verbo encarnado, acogió dócil la palabra del Señor.
Y vosotros, más particularmente cercanos a nuestro corazón, ansia atormentada de nuestros días y de nuestras noches, solicitud angustiosa de cada una de nuestras horas; vosotros, pobres, enfermos, prófugos, prisioneros, perseguidos, brazos sin trabajo y miembros sin techo, que sufrís, de cualquier familia y de cualquier país que seáis; vosotros, a quienes la vida terrena parece dar sólo lágrimas y privaciones, por muchos esfuerzos que se hagan y se deban hacer para venir en ayuda vuestra, elevad vuestra mirada hacia Aquélla que, antes que vosotros, recorrió los caminos de la pobreza, del desprecio, del destierro, del dolor, cuya alma misma fue atravesada por una espada al pie de la cruz, y que ahora fija sin titubeos sus ojos en la luz eterna.
A este mundo sin paz, martirizado por las desconfianzas mutuas, las divisiones, los contrastes, los odios, porque en él se ha debilitado la fe y se ha casi extinguido el sentido del amor y de la fraternidad en Cristo, a la vez que suplicamos con todo ardor que la Virgen asunta le marque el retorno al calor de afecto, y de vida en los corazones humanos, no descansamos de recordarle que nada debe jamás prevalecer sobre el hecho y sobre la conciencia de que todos somos hijos de una misma Madre, María, que vive en los Cielos, vínculo de unión del cuerpo místico de Cristo, como nueva Eva y nueva Madre de los vivientes, que quiere conducir a todos los hombres a la verdad y a la gracia de su Hijo divino.”
(Papa Pío XII, al definir el dogma de la Asunción, en noviembre del año 1950)
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