La Virgen tuvo más fe que todos los hombres y todos los ángeles juntos. Veía a su hijo en el establo de Belén y lo creía creador del mundo. Lo veía huyendo de Herodes y no dejaba de creer que era el rey de reyes; lo vió nacer y lo creyó eterno; lo vió pobre, necesitado de alimentos, y lo creyó señor del universo. Puesto sobre el heno, lo creyó omnipotente. Observó que no hablaba y creyó que era la sabiduría infinita; lo sentía llorar y creía que era el gozo del paraíso. Lo vió finalmente morir en la cruz, vilipendiado, y aunque vacilara la fe de los demás, María estuvo siempre firme en creer que era Dios. "Estaba junto a la cruz de Jesús su madre" (Jn 19, 25). María estaba sustentada por la fe, que conservó inquebrantable sobre la divinidad de Cristo.
San Ildefonso nos exorta: "Imitad la señal de la fe de María". Pero ¿cómo hemos de imitar esta fe de María? La fe es a la vez don y virtud. Es don de Dios en cuanto es una luz que Dios infunde en el alma, y es virtud en cuanto al ejercicio que de ella hace el alma. Por lo que la fe no sólo ha de servir como norma de lo que hay que creer, sino también como norma de lo que hay que hacer. San Agustín afirma: "Dices creo. Haz lo que dices, y eso es la fe. Esto es, tener una fe viva, vivir como se cree".
Roguemos a la Santísima Virgen que por el mérito de su fe nos otorgue una fe viva. ¡Señora, auméntanos la fe!"
("Las Glorias de María" (segunda parte), San Alfonso María de Ligorio)
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