sábado, 2 de mayo de 2009

Madre de los pobres

El amor a María, nuestra dulce Madre y camino para Cristo, hace crecer en los fieles la comprensión de que María es lo que es por Cristo, su Hijo. "¡Id a Jesús!" es la palabra ininterrumpida de María, es el consejo que cada noche resuena en el mes de María. Y los fieles van a Jesús.

Levantemos los ojos a ese símbolo de un amor que no perece, de un amor que no se burla de nosotros, de un amor que si prueba es por nuestro bien, de un amor que nos ofrece fuerzas en la desesperación, de un amor que nos incita a amarnos de verdad, y nos urge a hacer efectivo este amor con obras de justicia primero, pero de justicia superada y coronada por la caridad. En medio de tanta sangre que derrama el odio humano, quiere nuestra Madre la Iglesia que miremos esa otra sangre, sangre divina derramada por el amor, por el ansia de darse, por la suprema ambición de hacernos felices. La sangre del odio lavada por la sangre del amor.

En estos momentos hermanos, nuestra primera misión ha de ser que nos convenzamos a fondo que Dios nos ama. Este grito simple pero mensaje de esperanza no ha de helarse jamás en nuestros labios: Dios nos ama; somos sus hijos... ¡Tened fe! Y si Dios nos ama ¿Cómo no amarlo? y si lo amamos cumplamos su mandamiento grande, su mandamiento por excelencia: Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado; en esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros.

Al levantar nuestros ojos y encontrarnos con los de María nuestra Madre, nos mostrará Ella a tantos hijos suyos, predilectos de su corazón que sufren la ignorancia más total y absoluta; nos enseñará sus condiciones de vida en las cuales es imposible la práctica de la virtud, y nos dirá: hijos, si me amáis de veras como Madre haced cuanto podáis por estos mis hijos los que más sufren, por tanto los más amados de mi corazón.

El cristianismo se resume entero en la palabra amor: es un deseo ardiente de felicidad para nuestros hermanos, no sólo de la felicidad eterna del cielo, sino también de todo cuanto pueda hacerle mejor y más feliz esta vida, que ha de ser digna de un hijo de Dios. El hombre necesita pan, pero ante todo necesita fe; necesita bienes materiales, pero más aún necesita el rayo de luz que viene de arriba y alienta y orienta nuestra peregrinación terrena: y esa fe y esa luz, sólo Cristo y su Iglesia pueden darla. Cuando esa luz se comprende, la vida adquiere otro sentido, se ama el trabajo, se lucha con valentía y sobre todo se lucha con amor. El amor de Cristo ya prendió en esos corazones... Ellos hablarán de Jesús en todas partes y contagiarán a otras almas en el fuego del amor.

(San Alberto Hurtado)

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