miércoles, 22 de julio de 2009

¡Virgen del Carmen, Madre de Dios y Madre nuestra! A tu Corazón de Madre encomiendo la Iglesia y todos los habitantes de esta Nación. Que bajo tu protección maternal sea una familia unida en el hogar común, una Nación reconciliada en el perdón y en el olvido de las injurias, en la paz y en el Amor de Cristo.
Tú que eres la Madre de la Vida verdadera, enséñanos a ser testigos del Dios vivo, del amor que es más fuerte que la muerte, del perdón que disculpa las ofensas, de la esperanza que mira hacia el futuro para construir, con la fuerza del Evangelio, la civilización del amor en una Nación reconciliada y en paz.
¡Santa María de la Esperanza, Virgen del Carmen y Madre nuestra! Extiende tu Escapulario, como Manto de protección, sobre las ciudades y los pueblos, sobre hombres y mujeres, jóvenes y niños, ancianos y enfermos, huérfanos y afligidos, sobre los hijos fieles y sobre las ovejas descarriadas. Tú, que en cada hogar tienes un altar familiar, que en cada corazón tienes un altar vivo, acoge la plegaria de tu pueblo, que nuevamente se consagra a Ti.
Estrella de los mares y Faro de luz, consuelo seguro para el pueblo peregrino, quía los pasos de esta Nación en su peregrinar terreno, para que recorra siempre senderos de paz y de concordia, caminos de Evangelio, de progreso, de justicia y libertad. Reconcilia a los hermanos en un abrazo fraterno; que desaparezcan los odios y rencores, que se superen las divisiones y las barreras, que se unan las rupturas y sanen las heridas. Haz que Cristo sea nuestra paz, que su perdón renueve los corazones, que sy Palabra sea esperanza y fermento en la sociedad.
¡Madre de la Iglesia y de todos los hombres! Inspira y conserva la fidelidad a Cristo en esta Nación y en el Continente Latinoamericano. Mantén viva la unidad de la Iglesia bajo la Cruz de tu Hijo. Haz que los hombres de todos los pueblos reconozcan su mismo origen y su idéntico destino, se respeten y amen como hijos del mismo Padre, en Cristo Jesús, nuestro único Salvador, en el Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra, para gloria y alabanza de la Santísima Trinidad. Amén.

(Juan Pablo II, el 3 de Abril de 1987, en su visita a Chile)

sábado, 18 de julio de 2009

Pensamientos de Santa Teresita de los Andes

"Confía todo a la Santísima Virgen. Rézale siempre el rosario para que Ella te guarde no sólo tu alma, sino también tus asuntos."

"La Santísima Virgen es el modelo más perfecto de nuestro sexo. ¿No vivió Ella siempre en una continua oración, en el silencio, en el olvido de lo de la tierra?"

"Habla a la Santísima Virgen de corazón a corazón. Cuando te sientas solo, mírala y verás que sonriendo te dice: "Tu madre jamás te deja solo". Cuando, triste y desolado, no halles con quién desahogarte, corre a su presencia y la mirada llorosa de tu Madre diciéndote "no hay dolor semejante a mi dolor" te confortará, poniendo en tu alma la gota de consuelo que cae de su dolorido corazón."

"Honra mucho a María. Es tu madre tan buena y cariñosa, que jamás dejará de velar por ti."

"La Santísima Virgen ha sido mi compañera inseparable. Ella ha sido la confidente íntima desde los más tiernos años de mi vida. Ella ha escuchado la relación de mis alegrías y tristezas. Ella ha confortado mi corazón tantas veces abatido por el dolor."

"No se atemoricen ante la nueva vida que se les presenta, pues siendo hijas de María, la Virgen las cubrirá con su manto."

"Cuando sufras, mira a tu Madre Dolorosa con Jesús muerto entre sus brazos. Compara tu dolor. Nada hay que se le asemeje. Es su único Hijo, muerto, destrozado por los pecadores. Y a la vista del cuerpo ensangrentado de su Dios, de las lágrimas de su Madre María, aprende a sufrir resignado, aprende a consolar a la Santísima Virgen, llorando tus pecados."

"Mi espejo ha de ser María. Puesto que soy su hija, debo parecerme a Ella y así me pareceré a Jesús."

"He puesto en defensa de mi causa dos grandes abogados que no pueden ser vencidos: mi Madre Santísima, a quien jamás he invocado en vano y que ha sido mi guía verdadera toda mi vida, desde muy chica, y mi Padre San José -a quien he cobrado gran devoción-, que lo puede todo cerca de su Divino Hijo."

"La que puso en mi alma el germen de la vocación fue la Santísima Virgen. Esta tierna Madre jamás ha sido en vano invocada por sus hijos. Ella me amó y, no encontrando otro tesoro más grande que darme en prueba de su singular protección, me dio el fruto bendito de sus entrañas, su Divino Hijo. ¿Qué más me pudo dar?"

"Ruego a la Madre de los Dolores para que no me deje jamás bajar la cima del Calvario, donde he de ser en cada momento de mi vida crucificada."

"Pídele a la Santísima Virgen que sea tu guía; que sea la estrella, el faro que luzca en medio de las tinieblas de tu vida."

jueves, 16 de julio de 2009

La vida mariana, que se manifiesta en una oración confiada, en una alabanza entusiasta y en una imitación diligente, lleva a comprender que la forma más auténtica de devoción a la Virgen santísima, expresada mediante el humilde signo del escapulario, es la consagración a su Corazón Inmaculado. En el corazón se realizan así una comunión y una familiaridad cada vez mayores con la Virgen santísima, como "nueva manera" de vivir para Dios y continuar aquí en la tierra el amor del Hijo Jesús a su madre María. Como dijo el beato mártir carmelita Tito Brandsma, se establece así una profunda sintonía con María, transmitiendo como ella la vida divina: "También a nosotros el Señor nos envía su ángel. (...) También nosotros debemos recibir a Dios en nuestro corazón, llevarlo dentro de nuestro corazón, alimentarlo y hacer que crezca en nosotros, de modo que nazca de nosotros y viva con nosotros".

Este rico patrimonio mariano del Carmelo se ha convertido con el tiempo, mediante la difusión de la devoción del santo escapulario, en un tesoro para toda la Iglesia. Por su sencillez, por su valor antropológico y por su relación con el papel que desempeña María con respecto a la Iglesia y a la humanidad, el pueblo de Dios ha acogido profunda y ampliamente esta devoción, hasta el punto de encontrar expresión en la memoria del 16 de julio, presente en el calendario litúrgico de la Iglesia universal.

Con el signo del escapulario se manifiesta una síntesis eficaz de espiritualidad mariana, que alimenta la devoción de los creyentes, haciéndolos sensibles a la presencia amorosa de la Virgen Madre en su vida. El escapulario es esencialmente un "hábito". Quien lo recibe se une o se asocia, en un grado más o menos íntimo, a la Orden del Carmen, dedicada al servicio de la Virgen para el bien de toda la Iglesia. Por tanto, quien se reviste del escapulario se introduce en la tierra del Carmelo, para "comer sus frutos y sus productos" (Jr 2, 7), y experimenta la presencia dulce y materna de María en su compromiso diario de revestirse interiormente de Jesucristo y de manifestarlo vivo en sí para el bien de la Iglesia y de toda la humanidad.

Así pues, son dos las verdades evocadas en el signo del escapulario:
- por una parte, la protección continua de la Virgen santísima, no sólo a lo largo del camino de la vida, sino también en el momento del paso hacia la plenitud de la gloria eterna;
- y por otra, la certeza de que la devoción a Ella no puede limitarse a oraciones y homenajes en su honor en algunas circunstancias, sino que debe constituir un "hábito", es decir, una orientación permanente de la conducta cristiana, impregnada de oración y de vida interior, mediante la práctica frecuente de los sacramentos y la práctica concreta de las obras de misericordia espirituales y corporales. De este modo, el escapulario se convierte en signo de "alianza" y de comunión recíproca entre María y los fieles, pues traduce de manera concreta la entrega que en la cruz Jesús hizo de su Madre a Juan, y en él a todos nosotros, y la entrega del apóstol predilecto y de nosotros a ella, constituida nuestra Madre espiritual.

También yo llevo sobre mi corazón, desde hace mucho tiempo, el escapulario del Carmen…

(Juan Pablo II)

miércoles, 15 de julio de 2009

La Virgen del Carmen y el escapulario

En el año 1246 nombraron a San Simón Stock general de la Orden Carmelita. Este comprendió que, sin una intervención de la Virgen, a la orden le quedaba poco tiempo. Simón recurrió a María poniendo la orden bajo su amparo, ya que ellos le pertenecían. En su oración la llamó "La flor del Carmelo" y la "Estrella del Mar" y le suplicó la protección para toda la comunidad. En respuesta a esta ferviente oración, el 16 de julio de 1251 se le aparece la Virgen a San Simón Stock y le da el escapulario para la orden con la siguiente promesa: "Este debe ser un signo y privilegio para ti y para todos los Carmelitas: quien muera usando el escapulario no sufrirá el fuego eterno"
Aunque el escapulario fue dado a los Carmelitas, muchos laicos con el tiempo fueron sintiendo el llamado de vivir una vida mas comprometida con la espiritualidad carmelita y así se comenzó la cofradía del escapulario, donde se agregaban muchos laicos por medio de la devoción a la Virgen y al uso del escapulario. La Iglesia ha extendido el privilegio del escapulario a los laicos.
Posteriormente, el 3 de marzo de 1322 la Santísima Virgen María por medio de una aparición al Papa Juan XXII, prometió: “Yo, su Madre de gracia, bajaré, el sábado después de la muerte de religiosos y cofrades, y a cuantos hallare en el Purgatorio, los libraré y los llevaré al Monte Santo de la vida eterna”.
Las condiciones para que se aplique este privilegio son: usar el escapulario con fidelidad, observar castidad de acuerdo al estado de vida, y el rezo del oficio de la Virgen o rezar diariamente el Santo Rosario.

"Ninguna devoción ha sido confirmada con mayor número de milagros auténticos que el Escapulario Carmelita". (San Claudio de Colombiere)

"Así como los hombres se enorgullecen de que otros usen su uniforme, así Nuestra Señora Madre María está satisfecha cuando sus servidores usan su escapulario como prueba de que se han dedicado a su servicio, y son miembros de la familia de la Madre de Dios." (San Alfonso María Ligorio)

"La devoción del escapulario del Carmen ha hecho descender sobre el mundo una copiosa lluvia de Gracias Espirituales y Temporales” (Pío XII).

sábado, 4 de julio de 2009

Recurrir a María Santísima es recurrir a la Madre de la Misericordia, dispuesta de tal modo en nuestro favor que cualesquiera que sean nuestras necesidades y, especialmente las del alma, movida por su misma caridad y aun adelantándose a nuestras súplicas, nos socorre siempre y nos infunde los tesoros de la gracia de Dios.

Así, pues, cada vez que la saludamos con la salutación angélica, y repitiéndola en el Santísimo Rosario tejemos en honor de la Virgen una devota corona, verdaderamente no se puede decir cuán grato es a sus ojos nuestro obsequio. Con aquel saludo le recordamos su exaltación sublime y el principio de nuestra salud en la encarnación del Verbo, y al mismo tiempo su divina e indisoluble unión con las alegrías y dolores y con las humillaciones y los triunfos de su Hijo Jesús en el gobierno y la santificación de las almas.

Así como somos deudores a Cristo por habernos comunicado en cierto modo su propio derecho para llamar Padre a Dios y tenerle por tal, también le somos deudores de habernos comunicado benignamente el derecho de llamar madre a María Santísima y de tenerla por tal. Aunque la lengua no acierta a expresarlo, las almas piadosas experimentan y saben lo que esa ardiente llama de caridad es en María nuestra Madre, no según la naturaleza, sino por Jesucristo.

María conoce todos nuestros negocios, sabe los auxilios que necesitamos, ve los peligros públicos o particulares que nos amenazan, y los trabajos que nos afligen; pero singularmente descubre los terribles enemigos con quienes tenemos que luchar para la salvación de nuestras almas. Y en todas estas pruebas y peligros, cualesquiera que sean, María puede eficazmente, y desea ardientemente, venir en auxilio de sus amados hijos, por lo cual hemos de acudir a María alegres y confiados, invocando esos lazos maternales que la unen a Jesús y a nosotros.

Invoquemos su socorro humilde y devotamente, valiéndonos de la oración que Ella misma nos ha enseñado, y que tan agradable le es: el Santo Rosario, y abandonémonos con corazón gozoso y confiado en los brazos de nuestra mejor Madre.

No hay exageración en afirmar que no debe temerse que la ignorancia y el error destruyan la fe en las familias y las naciones donde la práctica de rezar el Santo Rosario se mantenga en el primitivo honor.

(Carta Encíclica Magnae Dei Matris, León XIII)

miércoles, 1 de julio de 2009

“A tu madre, Señor nuestro, nadie sabe cómo llamarla;
que si uno la llama virgen, ahí está su hijo;
y si casada, ningún hombre ha conocido.
Si hasta tu madre es inabarcable, ¿quién podrá abarcarte a Ti?

(...) ¡Tu madre es un prodigio!
Entró el Señor a ella, y se volvió siervo;
entró el Verbo, y se quedó mudo en ella;
entró el Trueno, y acalló su voz;
entró el Pastor de todos, y se volvió en ella Cordero.

El seno de tu madre ha trastocado los órdenes.
El que dispone todas las cosas, entró siendo rico, y salió pobre;
entró a ella ensalzado, y salió humilde;
entró a ella resplandeciente, y se vistió para salir de pálidos colores.

Entró el héroe, y se revistió de temor en su interior;
entró el que a todos provee, y adquirió hambre;
el que a todos da de beber, y adquirió sed;
desnudo, despojado, salía de ella quien todo lo reviste.”

(San Efrén)
El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la Virgen sin mancilla, como sucedió a aquellos santos personajes —los Reyes Magos— que fueron a adorar a Cristo: entrando en la casa, hallaron al Niño con María, su Madre. Pero la vida sobrenatural es rica, variada: en otros instantes, llegaremos a Jesús si pasamos antes por María. Nuestra oración a la Santísima Virgen se convierte así en un itinerario que, poco a poco, nos va acercando al Corazón amabilísimo de Jesucristo.

¿Cómo entender, si no, el Rosario, maravillosa y universal devoción mariana? El Santo Rosario constituye una oración, una plegaria cuajada de actos de fe, de esperanza, de amor, de adoración y de reparación. No me canso nunca de recomendarlo a todos, para que lo recen en sus hogares, que han de ser —como el de Nazaret— focos de noble cariño humano y de amor divino.

(…) Escribí cuando era joven que a Jesús se va y se vuelve por María. Con esa misma convicción afirmo que no nos ha de extrañar que, los que no desean que los cristianos vayan a Jesús —o que vuelvan a El, si por desgracia lo han perdido—, empiecen silenciando la unión a Nuestra Señora o sosteniendo, como hijos ingratos, que las tradicionales prácticas de piedad están superadas, que pertenecen a una época que se pierde en la historia. Las almas desgraciadas, que alimentan esa confusión, no perciben que quizá involuntariamente cooperan con el enemigo de nuestra salvación, al no recordar aquella sentencia divina: pondré perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo.

Si se abandonan las numerosas devociones marianas, muestras del amor a Nuestra Señora, ¿cómo lograremos los hombres, necesitados siempre de concretar nuestro amor con frases y con gestos, expresar el cariño, la gratitud, la veneración a la que con su fiat —hágase en mí según tu palabra— nos ha convertido en hermanos de Dios y herederos de su gloria?

Si se debilita en el alma del cristiano el trato con María, se inicia un descamino que fácilmente conduce a la pérdida del amor de Dios. La Trinidad Santísima dispuso que el Verbo bajara a la tierra, para redimirnos del pecado y restituirnos la condición sobrenatural de los hijos de Dios; y para que viéramos a Dios en carne como la nuestra, para que admirásemos la demostración palpable, tangible, de que todos hemos sido llamados a ser partícipes de la naturaleza divina. Y este endiosamiento, que la gracia nos confiere, es ahora consecuencia de que el Verbo ha asumido la naturaleza humana, en las purísimas entrañas de Santa María.

Nuestra Señora, por tanto, no puede desaparecer nunca del horizonte concreto, diario, del cristiano. No es indiferente dejar de acudir a los santuarios que el amor de sus hijos le ha levantado; no es indiferente pasar por delante de una imagen suya, sin dirigirle un saludo cariñoso; no es indiferente que transcurra el tiempo, sin que le cantemos esa amorosa serenata del Santo Rosario, canción de fe, epitalamio del alma que encuentra a Jesús por María.

(San Josemaría Escrivá de Balaguer)