domingo, 27 de diciembre de 2009

La Sagrada Familia

En el Evangelio no hallamos discursos sobre la familia, sino un acontecimiento que vale más que cualquier palabra: Dios quiso nacer y crecer en una familia humana. De esta manera la ha consagrado como camino primero y ordinario de su encuentro con la humanidad. En la vida que pasó en Nazaret, Jesús honró a la Virgen María y al justo José, permaneciendo sometido a la autoridad de ellos durante todo el tiempo de su infancia y adolescencia (Lc 2,51-52). De tal forma puso en evidencia el valor primario de la familia en la educación de la persona. Por María y José, Jesús fue introducido en la comunidad religiosa, frecuentando la sinagoga de Nazaret. Esto revela la más auténtica y profunda vocación de la familia: la de acompañar a cada uno de sus miembros en el camino del descubrimiento de Dios y del proyecto que Él ha dispuesto para ellos.

María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo: en sus Padres, Él conoció toda la belleza de la fe, del amor por Dios y por su Ley, así como las exigencias de la justicia, que halla pleno cumplimiento en el amor (Rm 13,10). De Ellos aprendió que en primer lugar hay que hacer la voluntad de Dios, y que el vínculo espiritual vale más que el de la sangre. La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el “prototipo” de cada familia cristiana que, unida en el Sacramento del matrimonio y alimentada de la Palabra y de la Eucaristía, está llamada a llevar a cabo la estupenda vocación y misión de ser célula viva no sólo de la sociedad, sino de la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano.

Invoquemos ahora juntos la protección de María Santísima y de San José para cada familia, especialmente para aquellas en dificultad. Que María Santísima y San José las sostengan para que sepan resistir a los impulsos disgregadores de cierta cultura contemporánea que mina las bases mismas de la institución familiar. Que ayuden a las familias cristianas a ser, en toda parte del mundo, imagen viva del Amor de Dios.

(S.S. Benedicto XVI, 1 Enero 2007)

martes, 15 de diciembre de 2009

(Oración de Juan Pablo II en Guadalupe)

¡Oh Virgen Inmaculada, Madre del verdadero Dios y Madre de la Iglesia!
Tú, que desde este lugar manifiestas tu clemencia y tu compasión a todos los que solicitan tu amparo; escucha la oración que con filial confianza te dirigimos, y preséntala ante tu Hijo Jesús, único Redentor nuestro.
Madre de misericordia, Maestra del sacrificio escondido y silencioso, a Ti, que sales al encuentro de nosotros, los pecadores, te consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras alegrías, nuestras enfermedades y nuestros dolores.
Da la paz, la justicia y la prosperidad a nuestros pueblos; ya que todo lo que tenemos y somos lo ponemos bajo tu cuidado, Señora y Madre nuestra.
Queremos ser totalmente tuyos y recorrer contigo el camino de una plena fidelidad a Jesucristo a su Iglesia: no nos sueltes de tu mano amorosa.
Virgen de Guadalupe, Madre de las Américas, te pedimos por todos los Obispos, para que conduzcan a los fieles por senderos de intensa vida cristiana, de amor y de humilde servicio a Dios y a las almas.
Contempla esta inmensa mies, e intercede para que el Señor infunda hambre de santidad en todo el Pueblo de Dios, y otorgue abundantes vocaciones de sacerdotes y religiosos, fuertes en la fe y celosos dispensadores de los misterios de Dios.
Concede a nuestros hogares la gracia de amar y de respetar la vida que comienza con el mismo amor con el que concebiste en tu seno la vida del Hijo de Dios.
Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, protege a nuestras familias, para que estén muy unidas, y bendice a la educación de nuestros hijos.
Esperanza nuestra, míranos con compasión, enséñanos a ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos a levantarnos, a volver a Él, mediante la confesión de nuestra culpas y pecados en el sacramento de la Penitencia, que trae sosiego al alma.
Te suplicamos que nos concedas un amor muy grande a todos los santos sacramentos, que son como las huellas que tu Hijo nos dejó en la tierra.
Así, Madre Santísima, con la paz de Dios en la conciencia, con nuestros corazones libres de mal y de odios, podremos llevar a todos la verdadera alegría y la verdadera paz, que vienen de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que con Dios Padre y con el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Madre de la Iglesia

"¡Qué alegría inmensa tener por madre a María Inmaculada! Cada vez que experimentamos nuestra fragilidad y la sugestión del mal, podemos dirigirnos a Ella, y nuestro corazón recibe luz y consuelo. Incluso en las pruebas de la vida, en las tempestades que hacen vacilar la fe y la esperanza, pensemos que somos sus hijos y que las raíces de nuestra existencia se hunden en la infinita gracia de Dios. La misma Iglesia, aunque está expuesta a las influencias negativas del mundo, encuentra siempre en Ella la estrella para orientarse y seguir la ruta indicada por Cristo. María es de hecho la Madre de la Iglesia…"

(Benedicto XVI, 8 de Diciembre 2009)

viernes, 20 de noviembre de 2009

El eco fiel de Dios

"Siempre que piensas en María, Ella piensa por ti en Dios. Siempre que alabas y honras a María, Ella alaba y honra a Dios. Y yo me atrevo a llamarla "la relación de Dios", pues sólo existe con relación a El; o "el eco de Dios", ya que no dice ni repite sino Dios. Si tú dices María, Ella dice Dios. Cuando Santa Isabel alabó a María y la llamó bienaventurada por haber creído, Ella –el eco fiel de Dios– exclamó: Proclama mi alma la grandeza del Señor (Lc 1,46). Lo que en esta ocasión hizo María, lo sigue realizando todos los días; cuando la alabamos, amamos, honramos o nos consagramos a Ella, alabamos, amamos, honramos y nos consagramos a Dios por María y en María."
(San Luis María G. de Montfort)

martes, 10 de noviembre de 2009

Amigos de Jesús y de María

Es imposible que encuentren amigos más fieles y poderosos en el cielo y sobre la tierra que Jesús, Rey de los ángeles, y que María, nuestra Señora y Reina del cielo. Si aman a Jesús, tomen su cruz, abrácenla y no la abandonen hasta que no estén junto a Jesús, verdadera luz, quien dijo: “El que me sigue no camina en tinieblas”. Si desean ser consolados en cualquier tribulación, acérquense a María, Madre de Jesús, que está de pie junto a la cruz, dolorida y bañada en lágrimas, y todo lo que los oprime se disipará o se volverá más soportable. Antes de morir, elijan a esta benignísima Madre de Jesús por encima de todos los parientes y de todos los amigos, como su Madre y Abogada; y salúdenla frecuentemente con el Ave María, que tan grata le es.

Si el enemigo maligno los tienta y les impide invocar a Dios y a María, no se preocupen y no dejen de alabarlos y de rezar; pero con más fervor invoquen a María, saluden a María, piensen en María, nombren a María, honren a María, inclínense ante María, recomiéndense a María. Permanezcan en casa con María; guarden silencio con María, disfruten con María; sufran con María, trabajen con María; velen con María, oren con María; caminen con María, estén sentados con María; busquen a Jesús con María, estrechen entre sus brazos a Jesús con María. Vivan en Nazaret con Jesús y María, vayan a Jerusalén con María, estén junto a la cruz de Jesús con María, lloren con María; sepulten a Jesús con María, resuciten con Jesús y con María, suban al cielo con Jesús y con María; anhelen vivir con Jesús y con María.

Si meditan bien estos temas, hermanos, y si deciden ponerlos en práctica, el diablo huirá a la vista de ustedes, que progresarán en la vida espiritual. María, en su clemencia, rogará gustosamente por ustedes; y Jesús la escuchará de muy buena gana, por el respeto que tiene por la Madre. Es muy poca cosa lo que llevamos a cabo. Pero si nos acercamos al Padre por medio de María y de su Hijo Jesús, obtendrNegritaemos misericordia y gracia en la tierra, y también gloria sin fin con ellos en el cielo.

Feliz el alma devota que en esta tierra tenga a Jesús y a María como íntimos amigos: comensales a la hora de comer, compañeros en los viajes, solícitos en la necesidad, consoladores en los sufrimientos, consejeros en las incertidumbres, auxiliadores en los peligros y en el momento de la muerte. Dichoso el que se considera peregrino en esta tierra y estima como la máxima alegría tener de huéspedes a Jesús y María en lo profundo de su corazón.

(Imitación de María, Tomás de Kempis)

jueves, 1 de octubre de 2009

Por qué te amo, María

Cantar, Madre, quisiera: ¡por qué te amo, María!,
por qué tu dulce nombre de alegría estremece
mi corazón, por qué de tu suma grandeza
la idea no le inspira temores a mi mente.
Si yo te contemplase en tu sublime gloria
eclipsando el fulgor de todo el cielo junto,
no podría creer que yo soy hija tuya;
bajaría los ojos sin mirar a los tuyos.

Para que un niño pueda a su madre querer,
debe ella compartir su llanto y sus dolores.
¡Madre mía querida, para atraerme a ti,
pasaste en esta vida amargos sinsabores…!
Contemplando tu vida según los Evangelios,
ya me atrevo a mirarte y hasta a acercarme a ti;
y me resulta fácil creer que soy tu hija,
pues te veo mi igual en sufrir y morir…

Cuando un ángel del cielo te ofrece ser la Madre
del Dios que vive y reina toda la eternidad,
me admira que prefieras, María, ¡qué misterio!,
el tesoro inefable de la virginidad.
Comprendo que tu alma, Virgen Inmaculada,
le sea a Dios más amada que su eterna mansión,
comprendo que tu alma, humilde y dulce Valle,
contenga a mi Jesús, ¡Océano de amor…!

¡Oh, Madre muy amada, pese a mi pequeñez,
como tú yo poseo en mí al Omnipotente!
Mas no tiemblo de espanto al mirar mi flaqueza:
de la Madre el tesoro a la hija pertenece,
y yo soy tu hija, ¡oh mi Madre adorada!
tus virtudes, tu amor, ¿no están entre mis bienes?
Cuando a mi corazón desciende Jesús-Hostia,
¡cree posar en ti tu Cordero inocente…!

Tú me haces comprender que no es cosa imposible
caminar tras tus huellas, oh Reina de los santos;
al practicar tú siempre las virtudes humildes,
el camino del cielo dejaste iluminado.
Quiero ante ti, María, permanecer pequeña,
es pura vanidad lo grande de aquí abajo;
al verte visitar a tu prima Isabel,
aprendo caridad ardiente en sumo grado.

Puesto que el Rey del cielo quiso ver su Madre
sumergida en la noche y en la angustia del alma,
María, ¿es, pues, un bien sufrir en la tierra?
Sí, ¡sufrir aquí amando es la dicha más santa…!
Puede tomar de nuevo Jesús lo que me ha dado,
dile que no se enfade jamás conmigo en nada…
Si se quiere ocultar, me resigno a esperarle
hasta el día sin noche en que la fe se apaga...

A la espera del cielo, ¡oh, mi querida Madre!,
quiero vivir contigo, seguirte cada día,
y, en tanto te contemplo, yo me engolfo extasiada
y en tu corazón hallo de amor inmensas simas.
Tu mirada materna disipa mis temores
y me enseña a llorar y a gozar me adoctrina.
Y en vez de despreciar los goces puros, santos,
los quieres compartir, bendecirlos te dignas.

(...) Tú me apareces, Virgen, en lo alto del Calvario,
de pie junto a la Cruz, cual preste ante el altar,
ofreciendo a Jesús, tu Hijo, el Emmanuel,
a fin de la justicia de su Padre aplacar…
Un profeta dijo, ¡oh, Madre desolada!:
«¡No hay dolor que se pueda al tuyo comparar!»
¡Oh, Reina de los mártires!, ¡desterrada prodigas
por nosotros tu sangre, corazón maternal!

(...) Yo escucharé muy pronto esa dulce armonía,
iré muy pronto a verte en el hermoso cielo.
Pues viniste a sonreírme de mi vida en la aurora,
¡sonríeme en la tarde..., que ya va oscureciendo!
No temo el resplandor de tu gloria suprema,
he sufrido contigo y ahora yo deseo
cantar en tus rodillas, María, porque te amo,
¡y repetir por siempre que soy tu hija, quiero…!

(Santa Teresita de Lisieux)

jueves, 6 de agosto de 2009

La dulce muerte de los devotos de María

¡Bienaventurado, hermano mío, si en la hora de la muerte te encuentras ligado con las dulces cadenas del amor a la Madre de Dios! Estas cadenas son de salvación, que te aseguran tu salvación eterna y te harán gozar, en la hora de la muerte, de aquella dichosa paz, preludio y gusto anticipado del gozo eterno de la gloria. Refiere el P. Binetti que habiendo asistido a la muerte de un gran devoto de María, le oyó decir: “Padre mío, si supiera qué contento me siento por haber servido a la santa Madre de Dios. No sé expresar la alegría que siento”. (…) El mismo contento y alegría, sin duda, sentirás tu, devoto lector, si en la hora de la muerte te acuerdas de haber amado a esta buena Madre que siempre es fiel con los hijos que han sido fieles en servirla.
Y no impedirá estos consuelos el haber sido en otro tiempo pecador si de ahora en adelante te dedicas a vivir bien y a servir a esta Señora bonísima y sumamente agradecida. Ella, en tus angustias y en las tentaciones del demonio para hacerte desesperar, te ayudará y vendrá a consolarte en la hora de la muerte. (…)
Y aún cuando trataran de atemorizarte y quitar la confianza el recuerdo de los pecados cometidos, ella te animará, como aconteció con Adolfo, conde de Alsacia, quien habiendo dejado el mundo y habiéndose hecho franciscano, fue sumamente devoto de la Madre de Dios. Al final de sus días, al ver la vida pasada en el mundo y en el gobierno de sus vasallos, el rigor del juicio de Dios, comenzó a temer la muerte, con dudas sobre su eterna salvación. Pero María, que no descuida ante las angustias de sus devotos, se le apareció y lo animó con estas tiernas palabras: “Adolfo mío queridísimo, ¿por qué temes a la muerte si eres mío?” Como si le dijera: Adolfo mío, te has consagrado a mí; ¿por qué vas a temer ahora la muerte? Con tan regaladas expresiones se serenó del todo el siervo de María, desaparecieron los temores y con gran paz y contento entregó su alma.
Animémonos también nosotros, aunque pecadores, y tengamos confianza en que ella vendrá a asistirnos en la muerte y a consolarnos con su presencia si le servimos con todo amor en lo que nos queda de vida. (…) ¡Oh Dios mío! ¡Qué sublime consuelo al terminar la vida, cuando en breve se va a decidir la causa de nuestra eterna salvación, ver a la Reina del cielo que nos asiste y nos consuela y nos ofrece su protección!

(Las Glorias de María, San Alfonso María de Ligorio)

miércoles, 5 de agosto de 2009

¡Espere en María el que desespera!

"Con razón, mi Reina dulcísima, te saluda san Juan Damasceno y te llama esperanza de los desesperados. Con razón san Lorenzo Justiniano te llama esperanza de los malhechores; San Agustín, única esperanza de los pecadores; san Efrén, puerto seguro de los que naufragan. Con razón, finalmente, exhorta san Bernardo a los mismos desesperados a que no se desesperen, y lleno de ternura hacia su amada Madre le dice: “Señora, ¿quién no tendrá confianza en ti si socorres hasta a los desesperados? No dudo lo más mínimo en decir que siempre que acudamos a ti obtendremos lo que queremos. ¡Espere en ti el que desespera!”. Cuenta san Antonino que estando un hombre en desgracia de Dios pareció hallarse de pronto ante el tribunal de Jesucristo; el demonio lo acusaba y María lo defendía. El enemigo presentó en contra del reo la voluminosa cuenta de sus pecados, que puestos en la balanza de la justicia divina pesaban mucho más que todas sus buenas obras; pero ¿qué hizo su magnífica abogada? Extendió su dulce mano, la puso sobre el otro platillo y lo inclinó a favor de su devoto. Así le hizo comprender que ella le obtenía el perdón si cambiaba de vida, cosa que, en efecto, realizó aquel pecador convirtiéndose a una santa vida."

(Las Glorias de María, San Alfonso María de Ligorio)

martes, 4 de agosto de 2009

Amar a María

Ámenla cuanto puedan –dice san Ignacio mártir- que siempre María les amará más a los que la aman. Ámenla como un san Estanislao de Kostka, que amaba tan tiernamente a ésta su querida madre, que hablando de ella hacía sentir deseos de amarla a cuantos le oían. El que se había inventado nuevas palabras y títulos para celebrarla. No comenzaba acción alguna sin que, volviéndose a alguna de sus imágenes, le pidiera su bendición. Cuando él recitaba el oficio, el Rosario u otras oraciones, las decía con tal afecto y tales expresiones como si hablara cara a cara con María. Cuando oía cantar la salve se le inflamaba el alma y el rostro. Preguntándole un padre de la Compañía, una vez en que iban a visitar una imagen de la Virgen santísima, cuánto la amaba, le respondió: “Padre, ¿qué mas puedo decirle? ¡Si ella es mi madre!” Y el padre dijo después que el santo joven profirió esas palabras con tal ternura de voz, de semblante y de corazón, que ya no parecía un joven, sino un ángel que hablase del amor a María. (…)
Ámenla como un san Felipe Neri, quien con solo pensar en María se derretía en tan celestiales consuelos que por eso la llamaba sus delicias. Ámenla como un san Buenaventura, que la llamaba no sólo su señora y madre, sino que para demostrar la ternura del afecto que le tenía llegaba a llamarla su corazón y su alma. Ámenla como aquel gran amante de María, san Bernardo, que amaba tanto a esta dulce madre que la llamaba robadora de corazones, por lo que el santo, para expresar el ardiente amor que le profesaba, le decía: “¿Acaso no me has robado el corazón?” Llámenla “su inmaculada”, como la llamaba san Bernardino de Siena, que todos los días iba a visitar una devota imagen para declararle su amor con tiernos coloquios que mantenía con su reina; y por eso, a quien le preguntaba a dónde iba todos los días, le respondía que iba a buscar a su enamorada. Ámenla cuanto un san Luis Gonzaga, que ardía tanto y siempre en amor a María, que sólo con oír el dulce nombre de su querida madre al instante se le inflamaba el corazón y se le encendía el rostro a la vista de todos. Ámenla cuanto un san Francisco Solano, quien como enloquecido con santa locura en amor a María, acompañándose con una vihuela, se ponía a cantar coplas de amor delante de la santa imagen, diciendo que así como los enamorados del mundo, él le daba la serenata a su amada reina.
Ámenla cuanto la han amado tantos siervos suyos que no sabían qué hacer para manifestarle su amor. (…) Deseen hasta dar la vida como prueba de amor a María…

(Las Glorias de María, San Alfonso María de Ligorio)

lunes, 3 de agosto de 2009

Hijos de María

"Estad siempre contentos los que os sentís hijos de María; sabed que ella acepta por hijos suyos a los que quieren ser. ¡Alegraos! ¿Cómo podéis temer perderos si esta madre os protege y defiende? Así, dice san Buenaventura, debe animarse y decir el que ama a esta buena madre y confía en su protección: ¿Qué temes, alma mía? Nada; que la causa de tu eterna salvación no se perderá estando la sentencia en manos de Jesús, que es tu hermano, y de María, que es tu madre. Con este mismo modo de pensar se anima san Anselmo y exclama: “¡Oh dichosa confianza, oh refugio mío, Madre de Dios y madre mía! ¡Con cuánta certidumbre debemos esperar cuando nuestra salvación depende del amor de tan buen hermano y de tan buena madre!” Esta es nuestra madre que nos llama y nos dice: “Si alguno se siente como niño pequeño, que venga a mí” (Pr 9,4). Los niños tienen siempre en los labios el nombre de la madre, y en cuanto algo les asusta, enseguida gritan: ¡Madre, madre! – Oh María dulcísima y madre amorosísima, esto es lo que quieres, que nosotros, como niños, te llamemos siempre a ti en todos los peligros y que recurramos siempre a ti que nos quieres ayudar y salvar, como has salvado a todos tus hijos que han acudido a ti."

(Las Glorias de María, San Alfonso María de Ligorio)

miércoles, 22 de julio de 2009

¡Virgen del Carmen, Madre de Dios y Madre nuestra! A tu Corazón de Madre encomiendo la Iglesia y todos los habitantes de esta Nación. Que bajo tu protección maternal sea una familia unida en el hogar común, una Nación reconciliada en el perdón y en el olvido de las injurias, en la paz y en el Amor de Cristo.
Tú que eres la Madre de la Vida verdadera, enséñanos a ser testigos del Dios vivo, del amor que es más fuerte que la muerte, del perdón que disculpa las ofensas, de la esperanza que mira hacia el futuro para construir, con la fuerza del Evangelio, la civilización del amor en una Nación reconciliada y en paz.
¡Santa María de la Esperanza, Virgen del Carmen y Madre nuestra! Extiende tu Escapulario, como Manto de protección, sobre las ciudades y los pueblos, sobre hombres y mujeres, jóvenes y niños, ancianos y enfermos, huérfanos y afligidos, sobre los hijos fieles y sobre las ovejas descarriadas. Tú, que en cada hogar tienes un altar familiar, que en cada corazón tienes un altar vivo, acoge la plegaria de tu pueblo, que nuevamente se consagra a Ti.
Estrella de los mares y Faro de luz, consuelo seguro para el pueblo peregrino, quía los pasos de esta Nación en su peregrinar terreno, para que recorra siempre senderos de paz y de concordia, caminos de Evangelio, de progreso, de justicia y libertad. Reconcilia a los hermanos en un abrazo fraterno; que desaparezcan los odios y rencores, que se superen las divisiones y las barreras, que se unan las rupturas y sanen las heridas. Haz que Cristo sea nuestra paz, que su perdón renueve los corazones, que sy Palabra sea esperanza y fermento en la sociedad.
¡Madre de la Iglesia y de todos los hombres! Inspira y conserva la fidelidad a Cristo en esta Nación y en el Continente Latinoamericano. Mantén viva la unidad de la Iglesia bajo la Cruz de tu Hijo. Haz que los hombres de todos los pueblos reconozcan su mismo origen y su idéntico destino, se respeten y amen como hijos del mismo Padre, en Cristo Jesús, nuestro único Salvador, en el Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra, para gloria y alabanza de la Santísima Trinidad. Amén.

(Juan Pablo II, el 3 de Abril de 1987, en su visita a Chile)

sábado, 18 de julio de 2009

Pensamientos de Santa Teresita de los Andes

"Confía todo a la Santísima Virgen. Rézale siempre el rosario para que Ella te guarde no sólo tu alma, sino también tus asuntos."

"La Santísima Virgen es el modelo más perfecto de nuestro sexo. ¿No vivió Ella siempre en una continua oración, en el silencio, en el olvido de lo de la tierra?"

"Habla a la Santísima Virgen de corazón a corazón. Cuando te sientas solo, mírala y verás que sonriendo te dice: "Tu madre jamás te deja solo". Cuando, triste y desolado, no halles con quién desahogarte, corre a su presencia y la mirada llorosa de tu Madre diciéndote "no hay dolor semejante a mi dolor" te confortará, poniendo en tu alma la gota de consuelo que cae de su dolorido corazón."

"Honra mucho a María. Es tu madre tan buena y cariñosa, que jamás dejará de velar por ti."

"La Santísima Virgen ha sido mi compañera inseparable. Ella ha sido la confidente íntima desde los más tiernos años de mi vida. Ella ha escuchado la relación de mis alegrías y tristezas. Ella ha confortado mi corazón tantas veces abatido por el dolor."

"No se atemoricen ante la nueva vida que se les presenta, pues siendo hijas de María, la Virgen las cubrirá con su manto."

"Cuando sufras, mira a tu Madre Dolorosa con Jesús muerto entre sus brazos. Compara tu dolor. Nada hay que se le asemeje. Es su único Hijo, muerto, destrozado por los pecadores. Y a la vista del cuerpo ensangrentado de su Dios, de las lágrimas de su Madre María, aprende a sufrir resignado, aprende a consolar a la Santísima Virgen, llorando tus pecados."

"Mi espejo ha de ser María. Puesto que soy su hija, debo parecerme a Ella y así me pareceré a Jesús."

"He puesto en defensa de mi causa dos grandes abogados que no pueden ser vencidos: mi Madre Santísima, a quien jamás he invocado en vano y que ha sido mi guía verdadera toda mi vida, desde muy chica, y mi Padre San José -a quien he cobrado gran devoción-, que lo puede todo cerca de su Divino Hijo."

"La que puso en mi alma el germen de la vocación fue la Santísima Virgen. Esta tierna Madre jamás ha sido en vano invocada por sus hijos. Ella me amó y, no encontrando otro tesoro más grande que darme en prueba de su singular protección, me dio el fruto bendito de sus entrañas, su Divino Hijo. ¿Qué más me pudo dar?"

"Ruego a la Madre de los Dolores para que no me deje jamás bajar la cima del Calvario, donde he de ser en cada momento de mi vida crucificada."

"Pídele a la Santísima Virgen que sea tu guía; que sea la estrella, el faro que luzca en medio de las tinieblas de tu vida."

jueves, 16 de julio de 2009

La vida mariana, que se manifiesta en una oración confiada, en una alabanza entusiasta y en una imitación diligente, lleva a comprender que la forma más auténtica de devoción a la Virgen santísima, expresada mediante el humilde signo del escapulario, es la consagración a su Corazón Inmaculado. En el corazón se realizan así una comunión y una familiaridad cada vez mayores con la Virgen santísima, como "nueva manera" de vivir para Dios y continuar aquí en la tierra el amor del Hijo Jesús a su madre María. Como dijo el beato mártir carmelita Tito Brandsma, se establece así una profunda sintonía con María, transmitiendo como ella la vida divina: "También a nosotros el Señor nos envía su ángel. (...) También nosotros debemos recibir a Dios en nuestro corazón, llevarlo dentro de nuestro corazón, alimentarlo y hacer que crezca en nosotros, de modo que nazca de nosotros y viva con nosotros".

Este rico patrimonio mariano del Carmelo se ha convertido con el tiempo, mediante la difusión de la devoción del santo escapulario, en un tesoro para toda la Iglesia. Por su sencillez, por su valor antropológico y por su relación con el papel que desempeña María con respecto a la Iglesia y a la humanidad, el pueblo de Dios ha acogido profunda y ampliamente esta devoción, hasta el punto de encontrar expresión en la memoria del 16 de julio, presente en el calendario litúrgico de la Iglesia universal.

Con el signo del escapulario se manifiesta una síntesis eficaz de espiritualidad mariana, que alimenta la devoción de los creyentes, haciéndolos sensibles a la presencia amorosa de la Virgen Madre en su vida. El escapulario es esencialmente un "hábito". Quien lo recibe se une o se asocia, en un grado más o menos íntimo, a la Orden del Carmen, dedicada al servicio de la Virgen para el bien de toda la Iglesia. Por tanto, quien se reviste del escapulario se introduce en la tierra del Carmelo, para "comer sus frutos y sus productos" (Jr 2, 7), y experimenta la presencia dulce y materna de María en su compromiso diario de revestirse interiormente de Jesucristo y de manifestarlo vivo en sí para el bien de la Iglesia y de toda la humanidad.

Así pues, son dos las verdades evocadas en el signo del escapulario:
- por una parte, la protección continua de la Virgen santísima, no sólo a lo largo del camino de la vida, sino también en el momento del paso hacia la plenitud de la gloria eterna;
- y por otra, la certeza de que la devoción a Ella no puede limitarse a oraciones y homenajes en su honor en algunas circunstancias, sino que debe constituir un "hábito", es decir, una orientación permanente de la conducta cristiana, impregnada de oración y de vida interior, mediante la práctica frecuente de los sacramentos y la práctica concreta de las obras de misericordia espirituales y corporales. De este modo, el escapulario se convierte en signo de "alianza" y de comunión recíproca entre María y los fieles, pues traduce de manera concreta la entrega que en la cruz Jesús hizo de su Madre a Juan, y en él a todos nosotros, y la entrega del apóstol predilecto y de nosotros a ella, constituida nuestra Madre espiritual.

También yo llevo sobre mi corazón, desde hace mucho tiempo, el escapulario del Carmen…

(Juan Pablo II)

miércoles, 15 de julio de 2009

La Virgen del Carmen y el escapulario

En el año 1246 nombraron a San Simón Stock general de la Orden Carmelita. Este comprendió que, sin una intervención de la Virgen, a la orden le quedaba poco tiempo. Simón recurrió a María poniendo la orden bajo su amparo, ya que ellos le pertenecían. En su oración la llamó "La flor del Carmelo" y la "Estrella del Mar" y le suplicó la protección para toda la comunidad. En respuesta a esta ferviente oración, el 16 de julio de 1251 se le aparece la Virgen a San Simón Stock y le da el escapulario para la orden con la siguiente promesa: "Este debe ser un signo y privilegio para ti y para todos los Carmelitas: quien muera usando el escapulario no sufrirá el fuego eterno"
Aunque el escapulario fue dado a los Carmelitas, muchos laicos con el tiempo fueron sintiendo el llamado de vivir una vida mas comprometida con la espiritualidad carmelita y así se comenzó la cofradía del escapulario, donde se agregaban muchos laicos por medio de la devoción a la Virgen y al uso del escapulario. La Iglesia ha extendido el privilegio del escapulario a los laicos.
Posteriormente, el 3 de marzo de 1322 la Santísima Virgen María por medio de una aparición al Papa Juan XXII, prometió: “Yo, su Madre de gracia, bajaré, el sábado después de la muerte de religiosos y cofrades, y a cuantos hallare en el Purgatorio, los libraré y los llevaré al Monte Santo de la vida eterna”.
Las condiciones para que se aplique este privilegio son: usar el escapulario con fidelidad, observar castidad de acuerdo al estado de vida, y el rezo del oficio de la Virgen o rezar diariamente el Santo Rosario.

"Ninguna devoción ha sido confirmada con mayor número de milagros auténticos que el Escapulario Carmelita". (San Claudio de Colombiere)

"Así como los hombres se enorgullecen de que otros usen su uniforme, así Nuestra Señora Madre María está satisfecha cuando sus servidores usan su escapulario como prueba de que se han dedicado a su servicio, y son miembros de la familia de la Madre de Dios." (San Alfonso María Ligorio)

"La devoción del escapulario del Carmen ha hecho descender sobre el mundo una copiosa lluvia de Gracias Espirituales y Temporales” (Pío XII).

sábado, 4 de julio de 2009

Recurrir a María Santísima es recurrir a la Madre de la Misericordia, dispuesta de tal modo en nuestro favor que cualesquiera que sean nuestras necesidades y, especialmente las del alma, movida por su misma caridad y aun adelantándose a nuestras súplicas, nos socorre siempre y nos infunde los tesoros de la gracia de Dios.

Así, pues, cada vez que la saludamos con la salutación angélica, y repitiéndola en el Santísimo Rosario tejemos en honor de la Virgen una devota corona, verdaderamente no se puede decir cuán grato es a sus ojos nuestro obsequio. Con aquel saludo le recordamos su exaltación sublime y el principio de nuestra salud en la encarnación del Verbo, y al mismo tiempo su divina e indisoluble unión con las alegrías y dolores y con las humillaciones y los triunfos de su Hijo Jesús en el gobierno y la santificación de las almas.

Así como somos deudores a Cristo por habernos comunicado en cierto modo su propio derecho para llamar Padre a Dios y tenerle por tal, también le somos deudores de habernos comunicado benignamente el derecho de llamar madre a María Santísima y de tenerla por tal. Aunque la lengua no acierta a expresarlo, las almas piadosas experimentan y saben lo que esa ardiente llama de caridad es en María nuestra Madre, no según la naturaleza, sino por Jesucristo.

María conoce todos nuestros negocios, sabe los auxilios que necesitamos, ve los peligros públicos o particulares que nos amenazan, y los trabajos que nos afligen; pero singularmente descubre los terribles enemigos con quienes tenemos que luchar para la salvación de nuestras almas. Y en todas estas pruebas y peligros, cualesquiera que sean, María puede eficazmente, y desea ardientemente, venir en auxilio de sus amados hijos, por lo cual hemos de acudir a María alegres y confiados, invocando esos lazos maternales que la unen a Jesús y a nosotros.

Invoquemos su socorro humilde y devotamente, valiéndonos de la oración que Ella misma nos ha enseñado, y que tan agradable le es: el Santo Rosario, y abandonémonos con corazón gozoso y confiado en los brazos de nuestra mejor Madre.

No hay exageración en afirmar que no debe temerse que la ignorancia y el error destruyan la fe en las familias y las naciones donde la práctica de rezar el Santo Rosario se mantenga en el primitivo honor.

(Carta Encíclica Magnae Dei Matris, León XIII)

miércoles, 1 de julio de 2009

“A tu madre, Señor nuestro, nadie sabe cómo llamarla;
que si uno la llama virgen, ahí está su hijo;
y si casada, ningún hombre ha conocido.
Si hasta tu madre es inabarcable, ¿quién podrá abarcarte a Ti?

(...) ¡Tu madre es un prodigio!
Entró el Señor a ella, y se volvió siervo;
entró el Verbo, y se quedó mudo en ella;
entró el Trueno, y acalló su voz;
entró el Pastor de todos, y se volvió en ella Cordero.

El seno de tu madre ha trastocado los órdenes.
El que dispone todas las cosas, entró siendo rico, y salió pobre;
entró a ella ensalzado, y salió humilde;
entró a ella resplandeciente, y se vistió para salir de pálidos colores.

Entró el héroe, y se revistió de temor en su interior;
entró el que a todos provee, y adquirió hambre;
el que a todos da de beber, y adquirió sed;
desnudo, despojado, salía de ella quien todo lo reviste.”

(San Efrén)
El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la Virgen sin mancilla, como sucedió a aquellos santos personajes —los Reyes Magos— que fueron a adorar a Cristo: entrando en la casa, hallaron al Niño con María, su Madre. Pero la vida sobrenatural es rica, variada: en otros instantes, llegaremos a Jesús si pasamos antes por María. Nuestra oración a la Santísima Virgen se convierte así en un itinerario que, poco a poco, nos va acercando al Corazón amabilísimo de Jesucristo.

¿Cómo entender, si no, el Rosario, maravillosa y universal devoción mariana? El Santo Rosario constituye una oración, una plegaria cuajada de actos de fe, de esperanza, de amor, de adoración y de reparación. No me canso nunca de recomendarlo a todos, para que lo recen en sus hogares, que han de ser —como el de Nazaret— focos de noble cariño humano y de amor divino.

(…) Escribí cuando era joven que a Jesús se va y se vuelve por María. Con esa misma convicción afirmo que no nos ha de extrañar que, los que no desean que los cristianos vayan a Jesús —o que vuelvan a El, si por desgracia lo han perdido—, empiecen silenciando la unión a Nuestra Señora o sosteniendo, como hijos ingratos, que las tradicionales prácticas de piedad están superadas, que pertenecen a una época que se pierde en la historia. Las almas desgraciadas, que alimentan esa confusión, no perciben que quizá involuntariamente cooperan con el enemigo de nuestra salvación, al no recordar aquella sentencia divina: pondré perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo.

Si se abandonan las numerosas devociones marianas, muestras del amor a Nuestra Señora, ¿cómo lograremos los hombres, necesitados siempre de concretar nuestro amor con frases y con gestos, expresar el cariño, la gratitud, la veneración a la que con su fiat —hágase en mí según tu palabra— nos ha convertido en hermanos de Dios y herederos de su gloria?

Si se debilita en el alma del cristiano el trato con María, se inicia un descamino que fácilmente conduce a la pérdida del amor de Dios. La Trinidad Santísima dispuso que el Verbo bajara a la tierra, para redimirnos del pecado y restituirnos la condición sobrenatural de los hijos de Dios; y para que viéramos a Dios en carne como la nuestra, para que admirásemos la demostración palpable, tangible, de que todos hemos sido llamados a ser partícipes de la naturaleza divina. Y este endiosamiento, que la gracia nos confiere, es ahora consecuencia de que el Verbo ha asumido la naturaleza humana, en las purísimas entrañas de Santa María.

Nuestra Señora, por tanto, no puede desaparecer nunca del horizonte concreto, diario, del cristiano. No es indiferente dejar de acudir a los santuarios que el amor de sus hijos le ha levantado; no es indiferente pasar por delante de una imagen suya, sin dirigirle un saludo cariñoso; no es indiferente que transcurra el tiempo, sin que le cantemos esa amorosa serenata del Santo Rosario, canción de fe, epitalamio del alma que encuentra a Jesús por María.

(San Josemaría Escrivá de Balaguer)

jueves, 18 de junio de 2009

Pensamientos de la Madre Teresa de Calcuta

“La Misa es el alimento espiritual que me sustenta y sin el cual no podría vivir un solo día o una sola hora de mi vida.”

“María debe ser la fuente de nuestra alegría; ella, que fue la maestra en el servicio gozoso a los demás. La alegría era su fuerza; sólo la alegría de saber que tenía a Jesús en su seno podía hacerla ir a las montañas para hacer el trabajo de una sierva en casa de su prima Isabel. De la misma manera nosotros, con Jesús en nuestro corazón, debemos servir a los demás con alegría.”

“Deben permitir que el Padre sea un jardinero, que corta y poda. Si sienten que son podados no se preocupen. Él tiene sus motivos para hacerlo, ustedes deben dejar que lo haga. Recuerden que la Pasión de Cristo desemboca siempre en la alegría de la Resurrección, para que cuando sientan en su corazón los sufrimientos de Cristo, tengan bien presente que luego llegará la resurrección.”

“Nuestro ideal no puede ser nada distinto de Jesús. Debemos pensar como Él piensa, amar como Él ama, desear como Él desea. Debemos permitirle que disponga y se sirva totalmente de nosotros.”


“El amor llega a aquel que espera, aunque lo hallan decepcionado; a aquel que aun cree, aunque haya sido traicionado: a aquel que todavía necesite amar, aunque antes haya sido lastimado; a aquel que tiene coraje y fe para construir la confianza de nuevo.”

“Supliquemos a María que haga nuestro corazón manso y humilde como modeló el corazón de su Hijo. Pues por medio de Ella y en Ella fue como se forjó el corazón de Jesús.”

“Prometamos convertir nuestra comunidad en un nuevo Belén, en otro Nazaret. Amémonos mutuamente como amamos a Jesús. En el hogar de Nazaret se respiraba amor, unidad, oración, sacrificio y trabajo infatigable; pero, sobre todo, una profunda comprensión, mutua estima y permanente solicitud de todos por todos.”

“El camino a la santidad comienza dejándonos vaciar y transformar por el mismo Jesús, para que Él llene nuestro corazón y podamos luego dar de nuestra abundancia. Buscándolo, porque su conocimiento nos hará fuertes. Amándolo sin mirar atrás, sin temores, convencidos de que sólo Él es la Vida. Sirviéndolo, rechazando y olvidando todo lo que nos atormenta, porque es Él quien nos ayudará en el camino elegido. No estamos solos, ¡confiemos en Él!”

“Seamos fieles en las cosas pequeñas, porque ahí estará nuestra fortaleza. Miremos el ejemplo de la lámpara que arde con el aporte de pequeñas gotitas de aceite, y sin embargo da mucha luz. Las gotitas de aceite de nuestras lámparas son las cosas pequeñas que realizamos diariamente: la fidelidad, la puntualidad, las palabras bondadosas, las sonrisas, nuestra actitud amorosa hacia los demás. No hay nada que sea pequeño a los ojos de Dios, Él mismo se tomó la molestia de hacerlas para enseñarnos cómo actuar; por eso se transformaron en infinitas.
Empieza transformando todo lo que haces en algo bello para Dios.”

“La alegría de Jesús es nuestra fortaleza.”

martes, 2 de junio de 2009

Pobreza de María

Nuestro amado Redentor, para enseñarnos a desprendernos de los bienes efímeros, quiso ser pobre en la tierra. "Por vosotros se hizo pobre siendo rico, y con su pobreza todos hemos sido enriquecidos" (2Co 8,9). Por eso Jesús exhortaba al que quería seguirle: "Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y ven y sígueme" (Mt 19,21). La discípula más perfecta y que mejor siguió su ejemplo fue María. Se cuenta en las revelaciones de santa Brígida que le dijo la Virgen: “Desde el principio resolví en mi corazón no poseer nada en el mundo”. Por amor a la pobreza no se desdeñó en casarse con un trabajador como lo era José y en sustentarse con el trabajo de sus manos, como coser y cocinar. Reveló el ángel a santa Brígida que las riquezas de este mundo eran para María como el barro que se pisa. Y así vivió siempre pobre.

La virtud de la pobreza abarca todos los demás bienes. Dije "la virtud de la pobreza", que no consiste en ser pobre, sino en amar la pobreza. Por eso afirma Jesucristo: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3). Bienaventurados porque no quieren otra cosa más que a Dios y en Dios encuentran todo bien y encuentran en la pobreza su paraíso en la tierra, como lo entendió san Francisco al decir: "Mi Dios y mi todo". Y roguemos al Señor con san Ignacio: “Dame sólo tu amor, que si me das tu gracia soy del todo rico”. Y cuando nos aflija la pobreza, consolémonos sabiendo que Jesús y su Madre santísima han sido pobres como nosotros. El pobre puede recibir mucho consuelo con la pobreza de María y la de Cristo.

("Las Glorias de María" (segunda parte), San Alfonso María de Ligorio)

lunes, 1 de junio de 2009

La fe de María sostuvo la de los discípulos hasta el encuentro con el Señor resucitado, y siguió acompañándoles también después de su Ascensión, a la espera del "bautismo en el espíritu Santo". En Pentecostés, la Virgen Madre aparece de nuevo como Esposa del Espíritu, por una maternidad universal respecto de todos aquellos que han sido generados por Dios por la fe en Cristo. Por eso, María es para todas las generaciones imagen y modelo de la Iglesia, que junto al Espíritu camina en el tiempo invocando el retorno glorioso de Cristo: Ven, Señor Jesús.

Los apóstoles el día de Pentecostés no tenían ningún temor, porque se sentían en las manos del más fuerte. El Espíritu de Dios, donde entra, aleja el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: independientemente de lo que suceda, su amor infinito no nos abandona.

Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el empuje intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia, que a pesar de los límites y culpas de los seres humanos, sigue atravesando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador.

(Papa Benedicto XVI, 01/06/09)
Una de las invocaciones más profundas las letanías al Sagrado Corazón dice así: "Corazón de Jesús, formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre, ten misericordia de nosotros”. Encontramos aquí el eco de un articulo central del Credo, en el que profesamos nuestra fe en "Jesucristo, Hijo único de Dios", que "bajo del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. La santa humanidad de Cristo es, por consiguiente, obra del Espíritu divino y de la Virgen de Nazaret.

Es obra del Espíritu. Esto afirma explícitamente el Evangelista Mateo refiriendo las palabras del Ángel a José: "Lo engendrado en Ella (María) es del Espíritu Santo" (Mt1,20); y lo afirma también el Evangelista Lucas, recordando las palabras de Gabriel a María: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35).

El Espíritu ha plasmado la santa humanidad de Cristo: su cuerpo y su alma, con toda la inteligencia, la voluntad, la capacidad de amar. En una palabra, ha plasmado su corazón. La vida de Cristo ha sido puesta enteramente bajo el signo del Espíritu. Del Espíritu le viene la sabiduría que llena de estupor a los doctores de la ley y a sus conciudadanos, el amor que acoge y perdona a los pecadores, la misericordia que se inclina hacia la miseria del hombre, la ternura que bendice y abraza a los niños, la comprensión que alivia el dolor de los afligidos. Es el Espíritu quien dirige los pasos de Jesús, lo sostiene en las pruebas, sobre todo lo guía en su camino hacia Jerusalén, donde ofrecerá el sacrificio de la Nueva Alianza, gracias al cual se encenderá el fuego que El trajo a la tierra (Le 12,49).

Por otra parte, la humanidad de Cristo es también obra de la Virgen. El Espíritu plasmó el Corazón de Cristo en el seno de María, que colaboró activamente con El como madre y como educadora.
...como Madre, Ella se adhirió consciente y libremente al proyecto salvífico de Dios Padre, siguiendo en un silencio lleno de adoración, el misterio de la vida que en Ella había brotado y se desarrollaba;
...como educadora, Ella plasmó el Corazón de su propio Hijo, introduciéndolo, junto con San José, en las tradiciones del pueblo elegido, inspirándole el amor a la ley del Señor, comunicándole la espiritualidad de los "pobres del Señor." Ella lo ayudó a desarrollar su inteligencia y seguramente ejerció influjo en la formación de su temperamento. Aun sabiendo que su Niño la trascendía por ser "Hijo del Altísimo" (Lc 1,32), no por ello la Virgen fue menos solicita de su educación humana (Lc 2,51).

Por tanto podemos afirmar con verdad: en el Corazón de Cristo brilla la obra admirable del Espíritu Santo: en El se hallan también los reflejos del corazón de la Madre. Tanto el corazón de cada cristiano como el Corazón de Cristo: dócil a la acción del Espíritu, dócil a la voz de la Madre.

(Juan Pablo II, 1982)

viernes, 15 de mayo de 2009

La Oración

«Permaneced en mí como yo en vosotros» (Jn 15, 4)

No es posible comprometerse en el apostolado directo si no se es un alma de oración. Seamos conscientes de ser uno con Cristo, tal como él era consciente de ser uno con su Padre; nuestra actividad no es verdaderamente apostólica si no en la medida en que le dejamos a Él trabajar en nosotros y a través nuestro con su propio poder, su deseo y su amor. Hemos de llegar a la santidad pero no para sentirnos en estado de santidad, sino para que Cristo pueda plenamente vivir en nosotros.
Amad orar; a lo largo del día sentid la necesidad de orar y esforzaos para orar. La oración dilata el corazón hasta tener la capacidad del don que Dios nos hace de Sí mismo; significa para mí la posibilidad de unirme a Cristo las 24 horas del día para vivir con Él, en Él y para Él. "En El vivimos, nos movemos y existimos".
Para que la oración sea realmente fructuosa, ha de brotar del corazón y debe ser capaz de tocar el corazón de Dios. Yo estoy perfectamente convencida de que cuantas veces decimos Padre nuestro, Dios mira sus manos, que nos han plasmado... "Te he esculpido en la palma de mi mano"... mira Sus manos y nos ve en ellas. ¡Qué maravillosos son la ternura y el amor de Dios omnipotente!
"Yo lo miro y El me mira" constituye la perfecta oración. Orad sencillamente, como los niños, movidos por un fuerte deseo de amar mucho y de convertir en objeto de propio amor a aquellos que no son amados.
San Agustín nos dice: "Antes de dejar hablar a la boca, el apóstol ha de elevar su propia alma sedienta a Dios para luego poder entregar cuanto ha bebido, vertiendo en los demás aquello de lo cual estamos colmados".
Pedid y buscad, y vuestro corazón se ensanchará hasta poderle acoger con vosotros. Lleguemos a ser un verdadero racimo de la viña de Jesús, un racimo que dé fruto. Si oramos, creemos; si creemos, amaremos; y si amamos, serviremos.
El silencio es lo más importante para orar. Las almas de oración son almas de profundo silencio. Y lo necesitamos para poder ponernos verdaderamente en presencia de Dios y escuchar lo que nos quiere decir. El silencio de la lengua nos ayuda a hablarle a Dios. El de los ojos, a ver a Dios. Y el silencio del corazón, como el de María, nos ayuda a conservar todo en nuestro corazón.
El fruto del silencio es la oración,
el fruto de la oración es la fe,
el fruto de la fe es el amor,
el fruto del amor es el servicio,
y el fruto del servicio es la paz.
(Beata Teresa de Calcuta)

viernes, 8 de mayo de 2009

Por exceso de caridad hacia los hombres, Dios, desde su omnipotente grandeza se humilla a la ínfima condición humana, vive entre los hombres como uno de ellos, les habla como amigo, enseña a las personas y a las multitudes, a todos se acerca benéfico; compasivo como padre; cura a los que sufren de los males del cuerpo, y más todavía, les remedia los del alma, diciéndoles: Venid a Mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré. Y cuando nos estrecha sobre su Corazón y descansamos en Él, nos infunde aquel místico fuego que le trajo del cielo a la tierra, nos comunica piadoso la mansedumbre y humildad que en Él atesora, para que gocen nuestras almas de aquélla paz celestial que sólo Él puede y quiere darnos: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el reposo para vuestras almas.
Con tanta luz de celestial sabiduría, con tan grandes beneficios como venía a hacer a los hombres, no solamente no consigue su amor, sino se atrae el odio, la injusticia y la crueldad humanas, y, derramada toda su Sacratísima Sangre, expira clavado en una cruz, aceptando gustoso la muerte para dar vida a los hombres. Al recordar memorias tan tiernas, no es posible que el cristiano no se sienta hondamente conmovido de gratitud hacia su amantísimo Redentor; y el ardor de la fe, que ilumina el entendimiento del hombre y le toca el corazón, le encenderá a seguir sus huellas hasta prorrumpir en aquélla protesta tan digna de un San Pablo: ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Será la tribulación? ¿o la angustia? ¿o el hambre? ¿o la desnudez? ¿o el riesgo? ¿o la persecución? ¿o la espada? Yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí.

Para que la humana flaqueza no se acobarde con los altísimos ejemplos del Hombre-Dios, se nos ofrece a la vez la contemplación de los de su Santísima Madre, que aunque nacida de la regia estirpe de David, nada le queda del esplendor y riquezas de sus mayores. Vive ignorada en humilde ciudad, y en casa más humilde todavía, contenta con su pobreza y soledad, en que su alma puede más libremente elevarse a Dios, su amor y suma delicia. Pero el Señor es con ella y la llena y hace dichosa con su gracia; y de ella deberá nacer en carne humana por obra del Espíritu Santo, el esperado Redentor de las gentes. A tanta exaltación, cuanto mayor es su asombro y más engrandece al Señor, tanto más profundamente se humilla, recogiéndose dentro de sí misma; y mientras queda hecha Madre de Dios, ante Él se confiesa y ofrece devotísima esclava suya.
Será Reina del cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres, porque será Reina de los mártires. Se sentará en la celestial Jerusalén al lado de su Hijo, ya que constante en toda la vida y singularmente en el Calvario, bebiera con Jesús el amarguísimo cáliz de la Pasión. Ved pues, cómo la Bondad y la Providencia divinas nos muestran en María el modelo de todas las virtudes, formado expresamente para nosotros; y al contemplarla y considerar sus virtudes, ya no nos sentimos cegados por el esplendor de la infinita majestad, sino que, animados por la identidad de naturaleza, nos esforzamos con más confianza en la imitación.

Si implorando su socorro nos entregamos por completo a esta imitación, nos será posible reproducir en nosotros mismos algunos rasgos de tan gran virtud y perfección, y, copiando siquiera su completa y admirable resignación con la voluntad divina, podemos seguirla por el camino del cielo. Al cielo peregrinamos, y por áspero y lleno de tribulaciones que el camino sea, no dejemos, en las molestias y fatigas, de tender suplicantes nuestras manos hacia María y de decirle con palabras de la Iglesia: A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas... Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos... Danos una vida pura; ábrenos seguro camino, para que viendo a Jesús nos alegremos eternamente.

(Carta Encíclica Magnae Dei Matris, León XIII)

sábado, 2 de mayo de 2009

Madre de los pobres

El amor a María, nuestra dulce Madre y camino para Cristo, hace crecer en los fieles la comprensión de que María es lo que es por Cristo, su Hijo. "¡Id a Jesús!" es la palabra ininterrumpida de María, es el consejo que cada noche resuena en el mes de María. Y los fieles van a Jesús.

Levantemos los ojos a ese símbolo de un amor que no perece, de un amor que no se burla de nosotros, de un amor que si prueba es por nuestro bien, de un amor que nos ofrece fuerzas en la desesperación, de un amor que nos incita a amarnos de verdad, y nos urge a hacer efectivo este amor con obras de justicia primero, pero de justicia superada y coronada por la caridad. En medio de tanta sangre que derrama el odio humano, quiere nuestra Madre la Iglesia que miremos esa otra sangre, sangre divina derramada por el amor, por el ansia de darse, por la suprema ambición de hacernos felices. La sangre del odio lavada por la sangre del amor.

En estos momentos hermanos, nuestra primera misión ha de ser que nos convenzamos a fondo que Dios nos ama. Este grito simple pero mensaje de esperanza no ha de helarse jamás en nuestros labios: Dios nos ama; somos sus hijos... ¡Tened fe! Y si Dios nos ama ¿Cómo no amarlo? y si lo amamos cumplamos su mandamiento grande, su mandamiento por excelencia: Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado; en esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros.

Al levantar nuestros ojos y encontrarnos con los de María nuestra Madre, nos mostrará Ella a tantos hijos suyos, predilectos de su corazón que sufren la ignorancia más total y absoluta; nos enseñará sus condiciones de vida en las cuales es imposible la práctica de la virtud, y nos dirá: hijos, si me amáis de veras como Madre haced cuanto podáis por estos mis hijos los que más sufren, por tanto los más amados de mi corazón.

El cristianismo se resume entero en la palabra amor: es un deseo ardiente de felicidad para nuestros hermanos, no sólo de la felicidad eterna del cielo, sino también de todo cuanto pueda hacerle mejor y más feliz esta vida, que ha de ser digna de un hijo de Dios. El hombre necesita pan, pero ante todo necesita fe; necesita bienes materiales, pero más aún necesita el rayo de luz que viene de arriba y alienta y orienta nuestra peregrinación terrena: y esa fe y esa luz, sólo Cristo y su Iglesia pueden darla. Cuando esa luz se comprende, la vida adquiere otro sentido, se ama el trabajo, se lucha con valentía y sobre todo se lucha con amor. El amor de Cristo ya prendió en esos corazones... Ellos hablarán de Jesús en todas partes y contagiarán a otras almas en el fuego del amor.

(San Alberto Hurtado)

sábado, 18 de abril de 2009

¿Quién nos separará del amor de Cristo? En todos los acontecimientos de la vida, incluso la muerte, salimos vencedores, gracias a aquel que nos amó hasta la Cruz.

Jesús salió al encuentro de la muerte, no se retiró ante ninguna de las consecuencias de su "ser con nosotros" como Emmanuel. Se puso en nuestro lugar, rescatándonos sobre la cruz del mal y del pecado. Del mismo modo que el centurión romano viendo como Jesús moría comprendió que era el Hijo de Dios (Mc 15,39), también nosotros, viendo y contemplando el Crucifijo, podemos comprender quién es realmente Dios, que revela en Él la medida de su amor hacia el hombre. "Pasión" quiere decir amor apasionado, que en el darse no hace cálculos: la pasión de Cristo es el culmen de toda su existencia "dada" a los hermanos para revelar el corazón del Padre. La Cruz, que parece alzarse desde la tierra, en realidad cuelga del cielo, como abrazo divino que estrecha al universo. La Cruz se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana.

Queridos jóvenes, frente a estos grandes misterios aprended a tener una actitud contemplativa. Permaneced admirando extasiados al recién nacido que María ha dado a luz, envuelto en pañales y acostado en un pesebre: es Dios mismo entre nosotros. Mirad a Jesús de Nazaret, por algunos acogido y por otros vilipendiado, despreciado y rechazado: es el Salvador de todos. Adorad a Cristo, nuestro Redentor, que nos rescata y libera del pecado y de la muerte: es el Dios vivo, fuente de la Vida.

¡Contemplad y reflexionad! Dios nos ha creado para compartir su misma vida; nos llama a ser sus hijos, miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, templos del Espíritu del Amor. Nos llama a ser "suyos": quiere que todos seamos santos. Queridos jóvenes, ¡tened la santa ambición de ser santos, como Él es santo! Me preguntaréis: ¿pero hoy es posible ser santos? Si sólo se contase con las fuerzas humanas, tal empresa sería sin duda imposible. Pero aunque el camino es duro, todo lo podemos en Aquel que es nuestro Redentor.

No os dirijáis a otro si no a Jesús. No busquéis en otro sitio lo que sólo Él puede daros, porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hc 4,12). Con Cristo la santidad -proyecto divino para cada bautizado- es posible. Contad con él, creed en la fuerza invencible del Evangelio y poned la fe como fundamento de vuestra esperanza. Jesús camina con vosotros, os renueva el corazón y os infunde valor con la fuerza de su Espíritu.

Jóvenes de todos los continentes, ¡no tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio! Sed contemplativos y amantes de la oración, coherentes con vuestra fe y generosos en el servicio a los hermanos, miembros activos de la Iglesia y constructores de paz.

(Juan Pablo II, durante la XV Jornada Mundial de la Juventud)

lunes, 13 de abril de 2009

La resurrección de Cristo es nuestra esperanza

Una de las preguntas que más angustian la existencia del hombre es ésta: ¿qué hay después de la muerte? Esta solemnidad nos permite responder a este enigma afirmando que la muerte no tiene la última palabra, porque al final es la Vida la que triunfa. Nuestra certeza no se basa en simples razonamientos humanos, sino en un dato histórico de fe: Jesucristo, crucificado y sepultado, ha resucitado con su cuerpo glorioso. Jesús ha resucitado para que también nosotros, creyendo en Él, podamos tener la vida eterna. Este anuncio está en el corazón del mensaje evangélico.
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El anuncio de la resurrección del Señor ilumina las zonas oscuras del mundo en que vivimos. Me refiero particularmente al materialismo y al nihilismo, a esa visión del mundo que no logra transcender lo que es constatable experimentalmente, y se abate desconsolada en un sentimiento de la nada, que sería la meta definitiva de la existencia humana. En efecto, si Cristo no hubiera resucitado, el «vacío» acabaría ganando. Si quitamos a Cristo y su resurrección, no hay salida para el hombre, y toda su esperanza sería ilusoria. Pero, precisamente hoy, irrumpe con fuerza el anuncio de la resurrección del Señor, que responde a la pregunta recurrente de los escépticos, referida también por el libro del Eclesiastés: «¿Acaso hay algo de lo que se pueda decir: "Mira, esto es nuevo?"». Sí, contestamos: todo se ha renovado en la mañana de Pascua. - Lucharon vida y muerte / en singular batalla / y, muerto el que es Vida, / triunfante se levanta. Ésta es la novedad. Una novedad que cambia la existencia de quien la acoge, como sucedió a lo santos. Así, por ejemplo, le ocurrió a San Pablo, el perseguidor encarnizado de los cristianos, encontró a Cristo resucitado en el camino de Damasco y fue «conquistado» por Él.
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En un tiempo de carestía global de alimentos, de desbarajuste financiero, de pobrezas antiguas y nuevas, de cambios climáticos preocupantes, de violencias y miserias que obligan a muchos a abandonar su tierra buscando una supervivencia menos incierta, de terrorismo siempre amenazante, de miedos crecientes ante un porvenir problemático, es urgente descubrir nuevamente perspectivas capaces de devolver la esperanza. Cristo busca hombres y mujeres que lo ayuden a afianzar su victoria con sus mismas armas, las de la justicia y la verdad, la misericordia, el perdón y el amor.
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La resurrección de Cristo es nuestra esperanza. La Iglesia proclama hoy esto con alegría: anuncia la esperanza, que Dios ha hecho firme e invencible resucitando a Jesucristo de entre los muertos; comunica la esperanza, que lleva en el corazón y quiere compartir con todos, en cualquier lugar, especialmente allí donde los cristianos sufren persecución a causa de su fe y su compromiso por la justicia y la paz; invoca la esperanza capaz de avivar el deseo del bien, también y sobre todo cuando cuesta.
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(SS. Benedicto XVI tras la tradicional bendición de Pascua 'Urbi et Orbi')

domingo, 12 de abril de 2009

Así vivió María

Corazón Dulcísimo de María, da fuerza y seguridad a nuestro camino en la tierra: sé tú misma nuestro camino, porque tú conoces la senda y el atajo cierto que llevan, por tu amor, al amor de Jesucristo.

Durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron, el Señor responde: bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica. Era el elogio de su Madre, de su fiat, del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio silencioso de cada jornada.

Al meditar estas verdades, entendemos un poco más la lógica de Dios; nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario. Hemos de empezar siendo muy humanos, viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando esa aparente pequeñez. Así vivió María. La llena de gracia, la que es objeto de las complacencias de Dios, la que está por encima de los ángeles y de los santos llevó una existencia normal. María es una criatura como nosotros, con un corazón como el nuestro, capaz de gozos, de sufrimientos y de alegrías.

Para imitarla, imaginémonos cómo se conduciría Nuestra Madre en las tareas que nosotros hemos de realizar, poco a poco iremos aprendiendo: y acabaremos pareciéndonos a Ella, como los hijos se parecen a su madre.

Imitar, en primer lugar, su amor. La caridad no se queda en sentimientos: ha de estar en las palabras, pero sobre todo en las obras. La Virgen no sólo dijo fiat, sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e irrevocable.

Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios.

(San Josemaría Escrivá de Balaguer)

lunes, 6 de abril de 2009

Vive contento

Hay algo que todos queremos unánimemente en todo el mundo: santos y pecadores, paganos y cristianos, grandes y chicos. Todos convenimos en una aspiración: La alegría; todos queremos ser felices.

Por eso, quien ha conseguido la felicidad ejerce una influencia inmensa, un poder de atracción enorme. Todos lo admiran, lo envidian, buscan su compañía, se sienten bien junto a él. En cambio, un hombre por más virtuoso que sea, si vive melancólico merecerá que se diga: Un santo triste, es un triste santo. Si vive lamentándose de todo, del tiempo, de las costumbres, de los hombres..., los hombres terminarán por alejarse de él, pues el corazón humano busca la alegría, lo positivo, el amor.

Y ¿cómo conseguir esa actitud de alegría que hay que tener en sí antes de poder comunicarla a los demás? Es necesario comenzar por salir del ambiente enfermizo de preocupaciones egoístas. Hay gente que vive triste y atormentada por recuerdos del pasado, por lo que los demás piensan de él en el presente, por lo que podrá ocurrirle en el porvenir. Se parecen al que se hunde en el barro que mientras forcejea solo por salir, se hundirá más y más. Necesita tomarse de una fuerza extraña, distinta, para poder salir. Que se olviden, pues, de sí y se preocupen de los demás, de hacerles algún bien, de servirlos y los fantasmas grises irán desapareciendo. La felicidad no depende de fuera, sino de dentro.

Más aún: en los lazaretos, en los hospitales del cáncer se encuentran almas inmensamente más felices que en medio de las riquezas y en plenitud de fuerzas corporales. Una leprosa a punto de morir ciega, deshechos sus miembros por la enfermedad, escribía: "La luz me robó a mis ojos. A mi niñez su techo, mas no robó a mi pecho, la dicha ni el amor".

El católico que medita su fe, nunca puede estar triste. ¿El pasado? Pertenece a la misericordia de Dios. ¿El presente? A su buena voluntad ayudada por la gracia abundante de Cristo. ¿El porvenir? Al inmenso amor de su Padre celestial.

Para quien sabe que no se cae un cabello de nuestra cabeza sin que el Padre de los cielos, que es al propio tiempo su Padre, lo sepa ¿qué podrá entristecerlo? Como decía Santa Teresa: "Dios lo sabe todo, lo puede todo; me ama". La gran receta para tener alegría, es vivir de fe.

Quienquiera ayudarse también de medios naturales comience por no dejarse tomar por una actitud de tristeza. Sonría aunque no quiera; y si ni eso puede, tómese los cachetes y haga el paréntesis de la sonrisa.
No basta sonreír para vivir contentos nosotros. Es necesario que creemos un clima de alegría en torno nuestro. Nuestra sonrisa franca, acogedora será también de un inmenso valor para los demás.

¿Sabes el valor de una sonrisa? No cuesta nada pero vale mucho. Enriquece al que la recibe, sin empobrecer al que la da. Se realiza en un instante y su memoria perdura para siempre. Nadie es tan rico que pueda prescindir de ella, ni tan pobre que no pueda darla. Crea alegría en casa; fomenta buena voluntad y es la marca de la amistad. Es descanso para el aburrido, aliento para el descorazonado, sol para el triste y recuerdo para el turbado. Y, con todo, no puede ser comprada, mendigada, robada, porque no existe hasta que se da. Y en el último momento de compras el vendedor está tan cansado que no puede sonreír ¿quieres tú darle una sonrisa? Porque nadie necesita tanto una sonrisa, como los que no tienen una para dar a los demás.

San Alberto Hurtado, S.J.

jueves, 19 de marzo de 2009

Firmes en la esperanza contra toda esperanza

"José es en la historia el hombre que dio a Dios la prueba más grande de confianza."

No tengáis miedo de creer, de esperar, de amar, no tengáis miedo de decir que Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida, que solamente El nos puede salvar! (...) Firmes en la esperanza contra toda esperanza ¿no es una definición magnífica del cristiano?

Si el desaliento os invade, pensad en la fe de José; si la inquietud os acecha, pensad en la esperanza de José, descendiente de Abraham que esperaba contra toda esperanza; si os azuza la aversión o el odio, pensad en el amor de José que fue el primer hombre que descubrió el rostro humano de Dios en la persona del niño concebido por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen María.

Como José, no tengáis miedo de tomar a María con vosotros, es decir no tengáis miedo de amar a la Iglesia. María, Madre de la Iglesia, os enseñará a seguir a sus pastores, a seguir lo que os enseñan. (...) Mantened el valor frente a las dificultades de la vida. Vuestra existencia tiene un valor infinito a los ojos de Dios.
Dios os ama, no os olvida y San José os protege."

SS. Benedicto XVI
19 de Marzo 2009, África